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302 JE SU S LUZARRAGA cia respecto a Dios: «Apártate de mí, Señor, que soy un hombre y pecador» (Le 5, 8). Con este gesto de distancia Pedro está ya expresando su concien cia de pecado ante el Señor. Este mismo gesto le fue impuesto por el mismo Dios a Moisés, al comienzo de su vocación; Dios le exige a Moisés un gesto que simboliza su distancia ante el Señor y su purifica ción interior: el no acercarse a la Zarza ardiente y el quitarse las san dalias ante El (Ex 3, 5). Es éste un gesto de reverencia, que reconoce la distancia entre el Ser de Dios y los condicionamientos imperfectos del hombre y que expresa la voluntaria liberación de los impedimentos en el acceso a Dios; más aún, esta purificación es condición impres cindible para poder acercarse al Señor. Y es en este momento de purificación cuando comienza a resonar ya la llamada. Porque la primera nota de la vocación es una llamada a la propia conversión; el Señor ha venido a llamar no a los justos sino a los pecadores y en primer lugar a la penitencia (Le 5, 32). Des de aquí se hará después más clara la llamada al seguimiento personal de Cristo e incluso a la misión. El pecado se convierte así en un pe dagogo, que abre al hombre al encuentro con Dios y a la necesidad de El (cf. Rm 11, 32) y desde este encuentro Dios lanza al llamado a su misión, a la estructuración de los demás hombres en la gracia. Es precisamente a un publicano, Mateo, a quien Jesús llama en su seguimiento (Me 1, 13-17), y es al pescador, que se considera indigno de El, a Pedro, a quien Jesús invita a ser pescador de hombres (Le 5, 8. 10b). Porque desde esta experiencia de pecado es desde donde me jor se puede sentir la vocación como lo que realmente es: gracia, efec to de la llamada misericordiosa de Dios. Es así también como Pablo sintió a Jesús cuestionándole sobre toda su vida pasada (He 9, ls. 4) y al mismo tiempo concediéndole la gracia del apostolado, a él que se sentía el primero de los pecadores y como tal indigno de llamarse apóstol, pero de este modo apareció en él de forma brillante la gracia de la vocación (1 Cor 15, 9ss; 1 Tm 1, 15). Y una vez convertido, pudo confirmar en la fe a la Iglesia, como lo hizo el mismo Pedro (Le 22, 32). La corrección propia y la conversión son condiciones esen ciales en el hombre pecador (cf. 1 Jn 1, 8) para poder encontrarse en capacidad de predicar también a los demás una llamada a la conver sión, como lo indicó el mismo Jesús en el Sermón del Monte (Mt 7, 5 ). Después que el hombre se ha sentido llamado y espoleado por este descontento inicial, provocado por su pecado ante Dios, por lo que
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