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LA REDACCION LUCANA DEL PADRENUESTRO 259 la generación de Jesús «en el seno» de María (1, 31a) — cuando ésta «no conoce varón» (1, 34b)— , realizada por influjo exclusivo del «Es píritu Santo, es decir, la fuerza del Altísimo» (1, 35a: cf. Act 10, 38; 1, 8), en virtud del cual el Hijo de María «será (ontológicamente) Santo» y, en calidad de tal, «será llamado Hijo de Dios» (1, 35b). Jesús, mesiánico descendiente de David (1, 32b; cf. 2, 11) por la línea geneológica de José (cf. 3, 23-31; 1, 27; 2, 4), es, pues, en virtud de su concepción divina, Hijo natural de Dios, proclamado por el Padre celeste, tras el mesiánico descenso del Espíritu Santo sobre El (3, 22; cf. 4, 18 = Is 61, 1), «su Hijo amadísimo» (3, 22; cf. 20, 13 = Is 42, 1) y «por excelencia elegido» (9, 35 = Is 42, 1; 49, 7). Esa natural Filiación divina envuelve al nivel redaccional de Lucas, sin duda, el título «Hijo de Dios» aplicado a Jesús por «el diablo» (4. 3. 9) y los espíritus demoníacos (4, 41; 8, 22), así como por el interrogante del Sumo Sacerdote (22, 70oa): «Yo lo soy», responde Jesús (22, 70b), firmando con ello su sentencia de muerte, seguida mente formulada: ¡Había blasfemado! (22, 71 par.), auto-afirmándose Hijo natural de Dios. Esta Fliación divina, propia y exclusiva de Jesús, formula en labios suyos tanto la expresión «mi Padre» (cf. supra) como la invocación « ¡Padre! », con que constantemente se dirige a Dios en su plegaria de alabanza exultante (10, 21) y de confiada súplica (22, 42; 23, 34. 46). ¡Era natural, que Quien se sabía ser Hijo natural de Dios le invocase como Padre! No es tan natural, sin embargo, que así tam bién lo hiciesen sus discípulos. Y, sin embargo, el Jesús lucano es, a este respecto, del todo explícito: «Cuando oréis, decid: ¡Padre!...» (11, 2a). Así pueden orar sólo quienes, previamente y de algún modo, han sido hechos partícipes de la Fliación divina de Jesús; sólo quienes de algún modo han entrado ya en comunión vital con el Hijo y pue den ahora, por tanto, dirigirse a Dios con su misma invocación. Todo esto tuvo lugar, sin duda, mediante el bautismo y el don del Espíritu Santo (Act 2, 38; 8, 12-17; 19, 5-6), del que el Jesús «estaba lleno» (Le 4, 1) y al que, tras su glorificación celeste, efundió (Act 2, 33) «el día de Pentecostés» (Act 2, 1-4) primero y, luego, sobre cuantos acogieron el anuncio de la Palabra (cf. Act 9, 17-18; 10, 44-48). Por medio del «Espíritu del Hijo de Dios» (Gál 4, 6a; cf. Rm 8, 15b) devinieron aquéllos participantes de su Filiación divina, pudiendo luego, en calidad de tales, dirigirse a Dios con la misma invocación del Hijo: «¡Padre!» (Le 11, 2a; cf. Gál 4, 6b; Rm 8, 15b). Esa invocación
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