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LA FORMACION Y LA RENOVACION DE LA ORDEN 65 mandos, participando profundamente en él» (ALAC 244). «La forma­ ción permanente es, para todos los religiosos, una necesidad, un deber y un derecho, así como un proceso continuo y progresivo que se inserta en un movimiento eclesial de renovación en el espíritu de san Francisco» (ALAC 253). «Es aceptado por todos que la formación del hermano constituye un proceso que va más allá de la formación inicial extendiéndose a toda la vida... Una educación renovada significa una fraternidad renovada» (ALAC 13). Y se exige entre las cualidades de todo buen formador la «capacidad de revisar las propias posiciones y de modificar las decisiones tomadas, sin sacrificar los valores básicos» (ALAC 245). De señalar alguna diferencia entre ALAC y el IV CPO, yo diría que ALAC subrayó más la formación en el plano de la inculturación y en la responsabilidad de todos, mientras que el IV CPO destacó mucho más la formación permanente, la disposición de ser discípulos. En ALAC se llega a afirmar que la formación permanente no fue estudiada por la Asamblea (ALAC 234) lo cual no es exacto del todo. De todos modos ALAC y el IV CPO forman un todo orgánico y cohe­ rente, y se complementan mutuamente. Yo estoy profundamente convencido de que esta disposición inte­ rior, sincera, de considerarse discípulo y no maestro (cf. mi artículo Discípulos simplemente en Nuevo Mundo XVII (1981) 239-244) es la única que permite a un hombre convertirse cada día, comenzar de nuevo, ser peregrino al estilo del padre de los creyentes, Abrahán, que es lanzado no sabe a dónde, «a la tierra que te mostraré» (Gn 12, 1), en plena docilidad al Espíritu que «no sabes de dónde viene ni a dónde va» (Jn 3, 8). La autosuficiencia de creernos en posesión de la verdad, sin nada que aprender, sin nada que rectificar, nos cierra automática­ mente para el Reino de Dios, para la hermandad con los pobres y desheredados. Supondría la instalación, la inmutabilidad, hacernos reos de la denuncia de María en el Magníficat: «dispersa a los soberbios de corazón» (Le 1, 51), y por tanto la decrepitud y la muerte. Si el primado de la persona fue un canto a la vida, el principio de considerarnos siempre discípulos fundamenta la verdadera renova­ ción de la Orden. No hay posibilidad alguna de novedad, de nacer de lo alto (cf. Jn 3, 3) para quienes pretenden retener la llave de la ciencia: «No entraron ustedes y a los que estaban entrando se lo han impedido» (Le 11, 52). A esto se reduce el mandato evangélico: «Vayan 5

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