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366 MIGUEL G. ESTRADA fundamente, su carisma. Y, tarde o temprano — seguramente que tem­ prano— , optará por irse a otro sitio. Y por esto creo que a la comuni­ dad religiosa que no comparte, que no convive su experiencia carismá- tica de fe, su trabajo y, en general, su vida, sólo le queda un futuro: la muerte. Pero, por eso mismo, y en un plan positivo, caer en la cuenta de la necesidad que representa para el hombre actual el convivir es, para la comunidad religiosa, descubrir uno de los secretos del éxito y, desde luego, de la simple pervivencia. Y la razón es clara. Al descubrir el valor actual de la intercomunicación de vida, la comunidad religiosa está conectando, según queda dicho, con deseos muy sentidos del hom­ bre de hoy. Pero al hacer eso la momunidad religiosa, el hombre que se haya llegado hasta ella se sentirá espiritualmente cómodo, realizado, en su propio ambiente, viviendo según sus mejores aspiraciones. Y, naturalmente y por ello, se sentirá inclinado a quedarse. O sea, que un grupo religioso a cuya base esté la comparticipación de vida estará preparado en un aspecto fundamental para recibir al que vocacional- mente se sienta atraído por ella. Pero, entonces, esto implica una invi­ tación muy seria a la reflexión. Porque, es claro, que uno de los temas —ya lo dijimos— que más preocupan actualmente a las comunidades religiosas es precisamente el de su continuidad; muchas comunidades religiosas se interrogan con angustia: ¿cómo hacer para seguir? ¿cómo hacer para presentarse como proyecto válido ante los hombres que reciben dentro de sus muros y que intencionalmente aspiran a integrar­ se en ellas? Desde luego que el panorama de esas posibles integracio­ nes no se ve hoy nada claro. Pero pienso que una comunidad religiosa para que tenga porvenir deberá estar en línea con aquellas formas básicas de vivir con las que el hombre actual esté especialmente iden­ tificado y que sean valiosas en principio. Y entre esas formas, una —y esencial— es ésta: la necesidad de compartir. Pero, entonces, es claro que la comunidad religiosa que conviva profundamente estará preparada para recibir en sus filas a hombres de hoy, es decir, para continuar existiendo. Cabría preguntarse aquí por los límites, o sea, cómo debe ser ese convivir, hasta dónde tiene que llegar ese compartir. Porque, claro, vivir materialmente al lado de otro es ya, de algún modo, convivir con él. Pero también es claro que aquí no me refiero a ese mero estar junto al otro. Cuando para referirme a esta idea estoy citando con insistencia los verbos convivir, compartir, conrelacionarse, etc., estoy

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