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364 MIGUEL G. ESTRADA nes restringidas es la expresión chillona del deseo humano de encon­ trar un grupo al que unirse y con el que compartir. Y lo mismo habría que decir en perspectiva directamente cristiana. También a nivel religioso el hombre corriente y sincero se siente nece­ sitado de compañía, se siente convocado, es decir, llamado a vivir con otros. Muy atrás queda el intimismo aquel brotado en la Baja Edad Media y que tanto juego dio a la literatura y a las vivencias religiosas. Aquella espiritualidad hecha a base de «castillos», exámenes de con­ ciencia, «soledades sonoras», desiertos y «montes», no llena hoy las inquietudes religiosas de mucha gente. En el ambiente está el conven­ cimiento de que Dios convoca, nos llama con otros, nos quiere comu­ nidad, nos busca en grupo. Pero en grupo auténtico, sincero y, hasta en un sentido muy profundo, familiar. Y por esto, también, se entien­ den menos y se aceptan con reservas los actos cultuales individuales y silenciosos, o llenos de pasividad aunque sean masivos. De hecho, como manifestación de ese convencimiento sincero y como reacción contra aquel intimismo exagerado, asistimos hoy a la floración en la Iglesia de toda clase de grupos pequeños y llenos de relaciones e inter­ cambios fraternales. Todos conocemos, siquiera sea sólo de oídas, las Comunidades de Base, los Grupos de Oración, la Renovación Carismà­ tica, los Equipos Catecumenales, los Grupos de Matrimonios, etc. Uno puede opinar muchas cosas sobre esos movimientos minoritarios, sur­ gidos al interior de la Iglesia. Pero, al margen de opiniones personales, lo cierto es que esos grupos buscan, entre otras cosas, una convivencia de la fe que no se encuentra en otros sitios y de la que sienten nece­ sidad. O sea, que también a nivel religioso, el hombre corriente está harto de compañías superficiales, de rezos que implican un grado mí­ nimo de compañía y comparticipación, de intimismos que no se entien­ den del todo. Y ese hombre busca, con auténtica hambre, poner en común su fe, tener y vivir con otros su experiencia de Dios, ser autén­ tica comunidad, expresar de forma externa su convocación por Dios, compartir su sentido de Dios. E. Mounier dice esto de forma exacta cuando escribe que la persona creyente «no existe sino hacia los otros, no se conoce sino por los otros, no se encuentra sino en los otros» 24. 24. El personalismo, Buenos Aires 1971, 20.

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