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356 MIGUEL G. ESTRADA sería peor— , es de rechazo, de no aceptación. Y es normal esa reac­ ción. Al cabo, si un grupo religioso no vive conforme a lo que es — franciscano, por citar un caso— , ello se deberá a una de estas dos motivaciones: o porque los contenidos esos que constituyen la vida religiosa son en sí irrealizables o porque los religiosos que componen la comunidad se ha instalado, traicionando más o menos conscientemen­ te su vocación, en una vida descomprometida y fácil en el sentido in­ moral de esos calificativos. Pero, es natural, ningún extremo de esa alternativa entusiasmará a nadie. Desde luego no conviene minimizar —y no lo intento en absolu­ to— , el poder de convicción de las ideas, sobre todo cuando esas ideas aparecen expuestas de una forma brillante. Pero esto que se suele decir hoy, me parece que tiene bastante de verdad: el hombre actual está un tanto de vuelta de las ideas estupendas y de los grandes sistemas; ese hombre está impregnado de una fuerte carga de agnosticismo, y lo que le convence de veras son las obras, son las vivencias auténticas. Esto es válido, sobre todo, para los jóvenes actuales, para esos jóvenes que son los que posiblemente engrosarán las filas de las comunidades religiosas. Como una prueba de esto cabe recordar aquí la conclusión rebosante de experiencia del P. Vicente de Couesnongle cuando escribe así: «Existen, por cierto, las comunidades antitestimonio. En una de nuestras misiones sin vocaciones desde hacía mucho tiempo, un joven desea hacerse dominico. El joven participa de la vida de los Padres al mismo tiempo que comienza sus estudios eclesiásticos. Después de dos años el joven se marcha, precisamente una hora antes de tomar el hábito: «Yo me voy —dice al Padre Maestro— , porque la comu­ nidad no vive nada de lo que me habéis enseñado y que me gusta» 17. A lo mejor nos parece poco seria esta actitud: no aceptar la vida reli­ giosa porque la comunidad que pretende llamar no viva su carisma. Y quizás, yendo al fondo, lo sea. Pero el hecho está ahí, y de nada ser­ viría el ignorarlo. Y, entonces, la comunidad religiosa que quiere ser «llamada» a la vida religiosa tendrá que vivir con sinceridad y de forma clara los contenidos y exigencias de su carisma. 17. O. c., 90. Otro dominico insistía recientemente en la misma ieda: «Sólo una comunidad alegre de espíritu, profunda, abierta, confiada, feliz en el segui­ miento de Cristo, ofrece ejemplo de fraternidad, pues da felicidad, denuncia la insolidaridad y convoca vocacionalmente» (C. A n iz , en Los religiosos ante la ac­ tual situación española, Madrid 1983, 129).

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