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354 MIGUEL G. ESTRADA claro, no lo defendería nadie; ninguna comunidad franciscana de hoy encontraría razonable revivir los contenidos de la pobreza tal como los entendió la primera comunidad capuchina, muy franciscana por cier­ to. Y en esta misma línea, cualquiera que se haya detenido a examinarlo un poco habrá encontrado una diferencia fundamental, a niveles muy profundos de comprensión, entre el franciscanismo, por ejemplo, del Padre A. Gemelli y el del Padre L. Boff; ambos, por lo demás, fran­ ciscanos eminentes. Y es que existe un relativismo histórico innegable en la comprensión honda del mensaje franciscano. ¿Cómo no admitir —es otro ejemplo— una evolución fundamental en lo que significa el trabajo manual para la comunidad franciscana en tres franciscanos tan representativos como el mismo San Francisco de Asís, San Buenaven­ tura y el P. Thaddée Matura? Por mucho empeño que se ponga en buscar coincidencias, la comunidad religiosa que vive en un eremitorio franciscano de corte clásico, la que vive en muchas casas «conventua­ les», y la que se sitúa en una fabela de junto a Sao Paulo se diferen­ cian muchísimo. Y eso a nivel de contenidos profundos y de vida prác­ tica, a niveles de interpretación del ser franciscano. Por tanto, he aquí una tarea a realizar por toda comunidad religiosa —sea franciscana o no—, que quiera tener capacidad de llamada: deberá clarificarse con la mayor nitidez posible, sobre cuáles son sus contenidos mentales y de praxis concreta hoy, ahora y aquí. Pero la comunidad religiosa que se pretenda vocacional no sólo deberá llevar a cabo una lectura iluminadora y actualizada de sus valo­ res carismáticos. Deberá también buscar unas formulaciones de esos mismos valores que tengan garra, unas manifestaciones o expresiones externas que estén de acuerdo con la sensibilidad del hombre actual y, antes de nada, que sean inteligibles para ese hombre. Y también esto creo que merece la pena el que lo subrayemos. Y merece la pena por­ que se suele decir —también hablando de vida religiosa— que lo externo, lo que se ve, la cara que se muestra, la ropa que se viste —el envoltorio de lo que se es, en suma— es lo de menos. No opino así. Me parece que, en concreto, las formulaciones externas de las que se sirva la comunidad religiosa, si quiere presentar sus contenidos con capacidad de interpelación positiva, tienen importancia. ¿A quién inter­ pelar con signos o expresiones que pertenecen a una historia ya olvi­ dada, que resultan jeroglíficos, que son auténtico folklore, que no co­ nectan en absoluto con la sensibilidad y las modas de los hombres de hoy? Desgraciadamente todos conocemos —porque los vemos por

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