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242 A. VILLALMONTE consenso unánime de los Padres y del Magisterio; hablar de lo que «siempre, todos y en todas partes» han dicho sobre el p. or. Podemos tomar como expresiones privilegiadas de la tradición doctrinal sobre el p. or. los textos del Tridentino, del Vaticano I, del Vaticano II. Sobre ellos observa Dubarle que una doctrina no es falsa por el hecho de que los concilios no la hayan impuesto, o la hayan dejado margi­ nada. Pero teniendo en cuenta esto: «los privilegios maravillosos del primer hombre, su inmortalidad corporal, su elevación a un orden so­ brenatural, la dependencia estrecha del monogenismo con el pecado original, la condenación eterna de aquéllos que mueren con sólo el pe­ cado original, son tesis cuya pertenencia a la revelación debería ser probada; en vez de ser ofrecidas, ya de entrada, como pertenecientes a la fe católica. Tres proyectos conciliares abortados uno tras otro, jus­ tifican la duda» (PO 87). B.— Ensayo de una reformulación teológica de la enseñanza sobre el pecado original. Comienza el P. Dubarle esta sección de su libro indicando el iter que él siguió hasta llegar a su actual modo de entender el problema. Su insatisfacción respecto a la teoría clásica data de hace varios dece­ nios. Creció a medida que reflexionaba sobre el pensamiento de Cirilo de Alejandría y de las fisuras que ofrecía el propio Agustín. Como es- criturista Dubarle hubo de abandonar pronto la exégesis historicista e ingenua del Gén 1-3 en relación con la figura de Adán. Por otra par­ te, ahora — en 1983— puede hablar ya con más franquía, puesto que el peso de la censura oficial y social es más llevadero. Encuentra justi­ ficada la precaución de entonces porque nadie está obligado a decir en toda ocasión todo lo que opina a título sea de certeza razonable sea de hipótesis simplemente entrevista. Ni menos a decirlo con nitidez tan tajante que suscite más oposición que adhesiones (PO 98). Ni con­ viene forzar la marcha de los acontecimientos, a riesgo de provocar escisiones y dividir los espíritus. Es normal que la «opinión pública» de la Iglesia sólo con lentitud y retrasos acepte ciertas teorías de los pioneros de la investigación. De todas formas, no conviene bloquear por mucho tiempo y con excesiva fuerza el avance de las ideas nue­ vas: «sería exponerse a un desastre en el momento en que muro de la presa haya de ceder inevitablemente» (PO 99).

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