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250 A. VILLALMONTE fuerzas; positivamente inclinado al egoísmo radical pecaminoso; su­ jeto a una fortissima peccandi libido (como diría Agustín) que lo obliga a contar con la necesidad moral del pecado en la historia de la huma­ nidad. Por ello queda clara la necesidad que el hombre tiene del Sal­ vador de Dios y de la lucha infatigable contra las fuerzas del mal que operan en la historia. Pero, desde estos hechos, pasar a afirmar el p. or. en la forma como todavía la harán — por ejemplo— los teólogos neo- escolásticos de los años cincuenta, es dar un salto en el vacío hacia el terreno movedizo de incontables, ilógicas consecuencias. b) Tampoco nos encontramos frente a una doctrina tradicional, en el sentido noble, crítico, de esta palabra. Hasta fecha muy reciente la teología se movía continuamente bajo el prestigio de «autoridades» críticamente poco controladas. Hoy día debemos ser muy cautelosos al hablar de doctrina «tradicional» en el sentido teológico. No confundir las tradiciones culturales — aunque sean de índole religiosa— con las tradiciones teológicas en su sentido técnico: tradiciones dogmáticas. El epíteto de «tradicional» aplicado a la doctrina del p. or. exige radi­ cales precisiones. La iglesia occidental durante quince siglos ha creído en el p. or. Pero, ¿pertenece esta creencia al tesoro doctrinal básico de la iglesia universal? La más alta expresión de la creencia «tradicio­ nal» en el p. or. la ofrecen los cánones tridentinos referentes a esta doctrina. Aquí encontramos todo el esplendor y toda la debilidad de lo tradicional aplicado al p. or. Si un tema tan amplio y arduo como el de la interpretación del Tridentino pudiera resumirse en cuatro palabras diríamos: — No se encuentra base para afirmar que el Tridentino definiera co­ mo dogma, en el sentido propio y fuerte de la palabra, la enseñanza tradicional sobre el p. or. — El Tridentino sí que quiere imponer e impone la doctrina del p. or. como un precepto doctrinal, obligatorio para la Iglesia. Ahora bien, sobre un precepto doctrinal no cabe la pregunta de si es infalible o no. Unicamente se busca la prudencia, oportunidad y condición de saluda­ ble para la vida de la Iglesia. Es decir, la oportunidad pastoral de la promulgación de tal decreto. — No existe duda razonable de que el Tridentino, al imponer la doc­ trina del p. or., estuvo acertado y no perjudicó la ortodoxia ni la orto- praxis de los creyentes. En el contexto cultural, religioso-teológico, eclesial, en la «circunstancia vital» toda entera en que se hallaba

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