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196 ADOLFO GONZALEZ MONTES En la conciencia puritana de Felipe II, representante egregio de la virtud antipática y antipopular, fue inoculándose el veneno del resen­ timiento por contraposición a la figura de su padre, y de su hermanastro el Príncipe Don Juan de Austria, prolongación visible, para cuantos convivieron con Carlos V, de su gloria y de sus triunfos. «Felipe había crecido en un ambiente de mítica admiración a su pa­ dre. En sus largas conversaciones de niño con su madre, la emperatriz, esta le repetía las hazañas de Carlos por todos los ámbitos de la tierra: que casi toda era suya. Después la aureola que encontró en torno de Car­ los, cuando le conoció, su popularidad, su don de gentes, su poderío, su misma renuncia al poder — lo típico del varón fuerte— , crearon en la mente de Felipe una concepción maravillosa de su progenitor. Pero esta ilimitada admiración es seguro que escondía el resentimiento de su propia incapacidad para igualarle...»16, Y es aquí donde se halla el secreto de la actitud de Felipe frente a su hermano Don Juan de Austria. Recibía Felipe la naciente, y pronto universal, gloria y seducción del Príncipe bastardo «con un sentido de consciente malestar de su puritanismo, compatible con el amor». Don ]uan de Austria era imagen perfecta de su padre. «El Rey veía en él un ídolo, en el hijo ilegítimo, fruto del pecado ; al que, por eso, con­ cedió todos sus cargos y honores, pero le dejó morir sin concederle el tratamiento de Alteza» 77. Si, a estos condicionamientos — temperamento y educación para el gobierno en el ambiente eufórico de su padre— , añadimos el maquiave­ lismo, servidor de la razón de Estado, norma común de proceder de aquellos Príncipes del Renacimiento, aunque, como también observa Marañón, es éste un fruto de tiempos viejos que ha sobrevivido hasta hoy; además de la teológica sugestión de su Magestad Católica, que le hizo considerarse siempre paladín de la lucha contra la herejía, incluso «contra quienes representaban a Dios sobre la tierra»: tendremos a grandes rasgos, las motivaciones de la conducta ética del Rey español. Todas estas circunstancias concurrieron para forjar en el espíritu del Soberano aquel sentido de justicia, que llegó a rayar en la crueldad. 76. Ibid: 77. Los tres Vélez, VII, 599.

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