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622 V ic e n t e M u ñ iz R o d ríg u ez así, como el alma saca al exterior en el rostro del cuerpo los contentos y las penas, de igual modo Francisco fue retrato vivo de Cristo muerto. Fray Juan de los Angeles gusta también en llamar esta unión la de Cristo glorioso y triunfante, porque estando en el cielo, bajó otra vez a la tierra y se crucificó en San Francisco. La honra de Cristo es San Francisco, de suerte que quien ve a Francisco ve a Cristo, lo mismo que quien ve a Cristo ve al Padre. Pero entre las llagas de Francisco y las de Jesús existen diferencias que entran en el misterio sobrenatural del amor. A pesar de ello, debemos considerarlas y meditar sobre ellas. Estas diferencias, entre otras, son: los clavos duraron en Francisco más tiempo que en Cristo, ya que los de Este eran de hierro y, en cambio, los del santo eran de carne; igualmente, Cristo murió en poco tiempo y San Francisco, por el contrario, vivió con las llagas durante dos años de su vida. Esto se comprende, porque la muerte de Cristo tenía como fin desenojar al Padre. Cuanto antes, entonces, mejor. Las llagas de Francisco, sin embargo, eran para acrecimiento de sus méritos y para la reformación y renovación del mundo, recordando a los hombres el misterio de la redención, ya borrado de su memoria. Si la fe se perdiese, dice una de las antiguas crónicas franciscanas, bastaría mostrar un retrato de Francisco, para que el mundo se recobrase y volviese al punto de su restauración por la cruz. Dios tocó el alma de Francisco con beso de amor, con éxtasis uni tivo y transformador que luego se hizo hasta físicamente habitual y actual en él. «Era como un hombre de otro mundo», dice Tomás de Celano. Estaba entre los suyos, pero su vida era ya la de los bien aventurados en la posesión fruitiva de Dios. Al terminar este estudio, no se puede por menos que recordar las palabras de San Francisco, en su muerte, tan repetidas por los PP. Ge nerales de las Ordenes Franciscanas en su Carta sobre el V III Cente nario del nacimiento de nuestro Padre: «Yo cumplí la voluntad de Dios; Cristo os enseñe, ahora, a vosotros cumplir también los desig nios de vuestra vocación». Y es que la lectura de Fray Juan de los Angeles y la contemplación de la vida del Santo de Asís nos inter pelan y proclaman que los designios de nuestra vocación son los suyos: «vivo yo, mas no yo; es Cristo quien vive en mí». Todo el proyecto de nuestra existencia religiosa: cristificarnos por el amor a la cruz. Vicente M uñ iz R odríguez
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