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R a í c e s y e n t o r n o d e l a p e r s o n a l i d a d . 571 que más han reincidido en el tema. Pensadores, médicos e historiado­ res: españoles de hoy, como Azorín, Maeztu, Ortega y Gasset, Pérez de Ayala, Américo Castro, Lafora... Gregorio Marañón. Con el médico Marañón nos adentramos ahora en la búsqueda de la verdad biológica del donjuanismo. Don Juan me interesa, escribe Marañón, «no ya como ejemplar de una fauna amorosa —y todas me atraen—, sino, más que todas, por su prestigio de mito; por haber sido manantial de tantas creaciones literarias; por el mismo equívoco espejismo de su per­ sonalidad; porque los donjuanes que trajeron hasta mí la vida o mi pro­ fesión eran personas excelentes, de una vanidad teatral y agradable cuando hablaban de sus aventuras, y, para todo lo demás, amigos impecables y de singular cordialidad» Es de nuevo pasión de hombre, búsqueda incansable de humanidad lo que preocupa a Marañón. De su mano nos acercamos a este legen­ dario y, al mismo tiempo, cotidiano personaje. En los ensayos sobre el origen de la leyenda de D. Juan, Marañón escribe: «El hombre verdadero, en cuanto hombre maduro, deja de ser Don Juan» 85. Así más adelante, en el mismo libro de ensayos sobre el tema, con­ tinúa: «...para mí, sólo un espejismo literario autoriza a considerar a Don Juan como ejemplar arquetípico de la virilidad»86. Si para Marañón Amiel es el hombre supertípico, D. Juan es el varón indiferenciado, no por impotencia —como en el caso del rey castellano— , sino por fijación de la sexualidad en un estadio previo a la diferenciación específica del varón, en la que el hombre se siente 84. Don Juan, VII, 207. 85. V II, 210. «El mismo Don Juan Tenorio, de Zorrilla, el mejor v el más popular entre los literarios, sólo es Don Juan en la juventud. En cuanto entrevee a Doña Inés a través de unas celosías, se enamora como un recluta de ella, y esto es, en realidad, la abdicación de su donjuanismo. Todo lo aue hace después son sólo botaratadas para cumplir con su prestigio, con su leyen­ da, "para que se asombren los sevillanos” o los napolitanos, y, sobre todo, para justificar ante sí mismo su rendición interior» (VII, 209). 86. V II, 210.

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