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300 J uan J o sé H . A lonso Dos años después del destierro de Cartwright, a saber, en 1572, un grupo de amigos, partidarios de las mismas ideas, presentaron al Parlamento su famosa Admonition to the Parliament, un tratado que, a pesar de su prohibición, conoció tres o cuatro ediciones. Las tesis defendidas en este tratado se reducen fundamentalmente a la estruc­ tura y gobierno de la Iglesia, en conformidad con las normas evangé­ licas y la praxis de la primitiva comunidad cristiana, a la supresión del episcopado, como fuente de autoridad superior a la de los minis­ tros, y a la elección de los ministros, supeditada al consentimiento de los miembros de la congregación. Poco más tarde, Cartwright publicó una segunda Admonition, en la que insistía en la forma de gobierno de la Iglesia y en la autoridad de los miembros de las asambleas para elegir a sus ministros. La intervención de Whitgift, vice-canciller de la Universidad de Cambridge, comisionado por los obispos para replicar a Cartwright, dio a la causa puritana una magnitud sin precedentes. Los puritanos, que imprimían secretamente sus panfletos, vieron extenderse rápida­ mente sus doctrinas, y sus disputas, que, hasta el momento, se habían mantenido en un nivel puramente religioso, saltaron al campo de la política y de las realidades mundanas. De hecho, el salto de la reli­ gión a la política era teórica y prácticamente obligado, ya que la cuestión constitucional de la Iglesia, en la que se integra la jerarquía, conducía irremisiblemente a la consideración de la monarquía y de la autoridad del monarca. Y como los principios del puritanismo eran de índole estrictamente religiosa, algo convertido en artículo de fe, la opinión de los puritanos se convertía en fe, una fe exigente e inape­ lable en lo que a la reorganización de la Iglesia se refiere. La doctrina puritana se extendió rápidamente y por todas partes; los ministros de su Iglesia eran activos tanto en el púlpito como en concentraciones callejeras. Frente a ellos enmudecieron los católicos, impopulares por aliarse sus jerarquías con los poderes extranjeros, y los anglicanos, cuyos ministros apenas predicaban al pueblo ya que no guardaban la residencia durante la mayor parte del año. La profesión de fe puri­ tana admitía la palabra de Dios, contenida en ambos Testamentos, como la norma en cuestiones de fe y de moral, palabra que debía de ser conocida por todo el pueblo y cuya autoridad excede cualquier otra, no sólo la del Papa sino incluso la de la Iglesia, la de los con­ cilios, la de los hombres y la de los ángeles. Desde esta palabra se

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