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L a t o le r a n c ia en e l pen sam ien to d e . 283 del puritanismo no es una abstracción pura sino una realidad, a la que el hombre se aproxima con miedo y humildad. Sus atributos nos manifiestan lo impenetrable, nos ayudan a rastrear la esencia que, en última instancia, sobrepasa la capacidad intelectiva del hombre. El mundo no está gobernado ni por la razón, ni por el poder ni por ninguna de las fuerzas humanas sino por Dios, un Dios único y celoso que castiga a quienes corren tras ídolos mudos y vanos. La soberanía o dominio absoluto es el atributo máximo de Dios. El mun­ do visible no es el estadio final de la creación. Esta se repite conti­ nuamente manando de las fuentes inagotables del Ser Supremo. Dios no sólo es creador sino también providente. El mundo, a pesar de sus contingencias y de la incapacidad del hombre para explicar su multi­ forme realidad, tiene la razón última de su existencia en la providencia divina. Todo sucede conforme a la dirección o providencia que Dios ejerce sobre sus criaturas. De la certeza sobre el hecho de la provi­ dencia nace, por ejemplo, la objeción puritana al juego, en sus múl- tipes variedades, considerado como pecaminoso no porque produzca placer o arruine la economía del hombre, sino porque en él se trivia- liza la providencia, ligada a fines innobles. El poder soberano de Dios se patentiza asimismo en todos los acontecimientos humanos. Si Dios está sobre toda comprensión, es inútil especular con las motivaciones de la acción de Dios sobre el hombre. Las cosas suceden sencillamente porque Dios quiere. A lo sumo, podemos saber que su poder soberano es el ordenador de todo y que todo sucede conforme a su beneplácito. Y como la lógica hu­ mana nunca puede equipararse a la actuación de Dios, es obvio supo­ ner que al hombre se le antoje en ocasiones arbitraria la acción divina llegando a la conclusión de que la bondad de Dios, como atributo, cede en importancia a su soberanía. Esta arbitrariedad de Dios, supues­ ta por la incomprensión, al menos relativa, de su bondad, explica el sentimiento del hombre puritano según el cual, tanto en el plano natural como sobrenatural, la vida del hombre está absolutamente en manos de Dios. La doctrina de la predestinación no es, en definitiva, más que el convencimiento que el puritano tiene ante la penetración de la soberanía de Dios en su propia realidad personal. De esta forma, el dogma de la soberanía absoluta de Dios se hace vida en la doctrina de la predestinación, pilares ambos de la teología puritana. Las doctrinas del pecado original y de la depravación total del hombre, admitidas tanto por adhesión sentimental como por argu-

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