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392 J uan J o s é H . A lonso — En último término, ha de recordarse la actuación del Señor y de sus discípulos que ordenaban y practicaban obediencia a las auto­ ridades constituidas, aunque no hubiera ningún magistrado civil cris­ tiano en las Iglesias primitivas. Al contrario, el magistrado civil en aquel tiempo era la bestia que, según refiere el Apocalipsis (13, 2), «se parecía a un leopardo, con las patas como un oso, y las fauces como fauces de león» 252. Antes de proceder a constatar y analizar otras diferencias existen­ tes entre el Estado de Israel y los otros que hay en el mundo, R. Williams se detiene a contemplar y dar respuesta a una falacia muy extendida, según la cual la comunidad civil y la espiritual, el Estado y la Iglesia se parecen a los gemelos de Hipócrates que nacen, crecen, ríen, lloran, enferman y mueren juntos. Existen y han existido en todos los tiempos, asegura Williams, muchos Estados en el mundo realmente prósperos y florecientes que no han oído hablar de Cristo Jesús y que, por consiguiente, no alber­ gan en su territorio la presencia de la Iglesia. Además, gran parte del pueblo de Dios, que vive en su interior la vida de la gracia, no conoce más que una Iglesia edificada con piedras muertas, sin que hayan descubierto la verdadera Iglesia de Dios hecha de piedras vivas y creyentes. Los principios de los ministros de Nueva Inglaterra no sólo cierran la puerta de la llamada a la magistratura a los no cre­ yentes sino también a buenos y capacitados hombres de Dios, a no ser que pertenezcan a una Iglesia estatal. ¿No es imaginable que un magistrado civil no pertenezca a la verdadera Iglesia, ni tema a Dios, y que pueda no molestar e incluso promover el servicio de la Iglesia de Dios? Ciro, por ejemplo, proclamó la libertad en sus dominios al pueblo de Dios para construir el templo en Jerusalén y Artajerjes la confirmó. Por otra parte, tanto la Escritura como la Historia demues­ tran que la Iglesia primitiva, el modelo para todas las edades, se reunió y gobernó sin la asistencia de las autoridades civiles, de quie­ nes recibió en ocasiones malos tratos y persecución por el nombre de Jesús. Estos argumentos y consideraciones prueban con evidencia la distinción entre la Iglesia y el Estado 253. 252 . Id., o. c ., 331 - 2 . 253 . Id., o. c ., 333 - 5 .

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