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EL CÁNTICO DEL HERMANO SOL 187 reconcilia a los presos con el caballero altivo que hacía difícil la con­ vivencia con su carácter extraño. Después de la conversión, su vida es una deliberada dedicación a pacificar creando las condiciones favorables para la vivencia de la fraternidad creadora. Es un animador nato que contagia serenidad, armonía y caballerosidad. La obra del Pobrecillo empieza por una mentalización para la paz. El Pobrecillo, experto en humanidad, conoce el corazón del hom­ bre hasta su más velada intimidad y la fuerza instintiva de las pasiones. Por eso cimenta la paz sobre bases sólidas y principios perdurables. El hombre no es — no debe ser— un lobo o un caimán para el hombre. El hombre es un hermano, hecho a imagen y semejanza de Dios Crea­ dor. Dios Padre es la razón del amor fraterno al prójimo. Un amor tan puro, exigente y robusto que debe superar todos los motivos carnales del conflicto, del egoísmo y del orgullo. La paz es dinámica y se cons­ truye con la palabra, con el gesto y con el ejemplo. Francisco es instrumento de paz con una acogida reconfortante: «E l Señor te dé su paz, hermano». « Hermano, la paz del Señor sea contigo». «Hermano, la paz sea en esta casa». El saludo causa extra- ñeza y, a veces, provoca la risa o la irritación en el pueblo por su novedad. No importa: hay que repetirlo hasta convencer a la gente de su contenido y de su belleza. Dicho por Francisco, el saludo de la paz tiene un valor bíblico, casi sacramental que limpia el alma de la inquie­ tud, de la turbación, de la angustia y del remordimiento. La sola pre­ sencia de Francisco infunde una inmensa paz en el espíritu. Francisco es coherente con su ideario pacificador. Y este ideario tiene exigencias muy concretas de acción. Ser instru­ mento de paz decide a Francisco a mezclarse en situaciones comprome­ tedoras, sin miedo a complicarse la vida. Es el caso célebre de la ene­ mistad entre el alcalde y el obispo de Asís. Francisco no se contenta con vanos lamentos ni con fervorosas oraciones. Se siente obligado en conciencia a actuar con prontitud, un poco culpable en el fondo de que el odio entre la autoridad civil y religiosa haya llegado a propor­ ciones inadmisibles de publicidad y escándalo: «E s para nosotros, siervos de Dios, profunda vergüenza que el obispo y el podestá se odien mutuamente y que ninguno intente crear la paz entre ellos». Fue entonces, según narra el Espejo de perfección (101) cuando, estando muy enfermo y en un arranque de compasión y celo, añadió

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