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164 E. RIVERA pero ha tenido poco acierto. Dejando a un lado el que su confesada falta de vivencia religiosa le ha condenado, al hablar de misticismo, a ser ciego que discute de colores, aun en la vertiente en la que el místico se refleja en la ladera de lo humano, lo malentiende. Esta mala inteligencia se debe a su tendencia a interpretar el misticismo desde la psicología de la atención, como concentración empobrecedora. Para él, los místicos se lanzan a lo divino desentendiéndose de todo lo demás. La vida mística, según él, comienza por evacuar de nuestra conciencia la pluralidad de objetos que en ella suele haber y permite el normal movimiento de la atención64. ¿Podría decir esto si hubiera leído con reflexión lo que Santa Teresa escribe en las séptimas y últi­ mas moradas sobre la unión de las dos hermanas Marta y María, que simbolizan la acción y la contemplación? Cuando se advierte el sacro entercamiento de la Santa, pidiendo al contemplativo «obras, obras», porque «obras son amores...», sin fundamento se empeña Ortega en ver al místico desvinculado de lo de aquí abajo para irse por el camino de sus ensueños. Desde el mero punto de vista cultural sabemos lo mucho que le irritó Unamuno por la estima que éste tuvo de los místicos, sobre todo de San Juan de la Cruz. Le llega a llamar «energúmeno», porque llegó a afirmar: «Si fuera imposible que un pueblo dé a Descartes y a San Juan de la Cruz, yo me quedaría con éste». Le parece un agravio a la vida intelectual que en lugar de Descartes se quede «con el lindo frailecito de corazón incandescente que urde en su celda encajes de retórica ex tática»65. La historia es vengativa con frecuencia. Lo ha sido en esta ocasión contra Ortega cuando leemos en uno de los má­ ximos metafísicos franceses, L. Lavelle, este acercamiento entre Des­ cartes y San Juan de la Cruz: «La Nuzt Obscure n’est pas sans rapport avec ce doute universel par lequel Descartes, le plus lucide des pen- s e u r s ...» 66. Dejamos en francés este gran testimonio como refrendo del fallo de Ortega, incapaz de percibir el valor cultural del misticis­ mo, representado en esta ocasión por San Juan de la Cruz. De seguro que le causaría malhumor el que Unamuno prefiriera igualmente los escritos de Santa Teresa a la Crítica de la Razón Pura. Por su parte, se le ocurrió comparar a la Santa con el gran físico I. 64. Etudios sobre el amor, en O. C., V, 580-581. 65. Unamuno, Europa y Fábula, en O. C., I, 129. 66. Quatre saints, París 1951, 103.

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