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98 MIGUEL G. ESTRADA la Iglesia? Creo que fundamentalmente ello se debió a la carencia de sensibilidad suficiente por parte de la jerarquía frente a las exigencias del carisma franciscano en materia de pobreza y minoridad. San Francisco — ya queda dicho y aclarado suficientemente— que­ ría ser «menor», último; quería también que sus frailes fueran me­ nores en ese sentido. Sólo que, por las razones que ya quedan dichas o insinuadas, no era fácil para la jerarquía eclesiástica entender y admitir aquella manía franciscana de pobreza. El papa Inocencio III no entendió apenas el sentido de la pobreza carismàtica franciscana. Y otro tanto le pasó al cardenal Protector de la Orden, el cardenal Hugolino. Y esa falta de comprensión frente a la pobreza fue el tor­ mento mayor que arrastró San Francisco todo a lo largo de su vida, y la causa principal de su desencanto frente a la jerarquía de la Iglesia. San Francisco se dio perfecta cuenta de que su minoridad no encajaba en los encasillados mentales y jurídicos de las autoridades eclesiásticas; tampoco en los afectivos. Y sufrió por ello, y, también por ello, padeció una gran desilusión frente a esa misma jerarquía. Y algo parecido ocurrió con la fraternidad franciscana, tan total y tan profunda. ¿Cómo iba a entender el obispo Guido la fraternidad franciscana si constantemente andaba a la gresca con el podestà de la ciudad, Berlingerio? El ambiente medieval era violento y los mismos obispos no infrecuentemente organizaban guerras y hasta las capita­ neaban. El mismo San Francisco fue un guerrero entusiasta en los años de su primera juventud. Pero, más tarde, cuando vio claras las exigencias evangélicas de hermandad cambió totalmente su manera de pensar y actuar. San Francisco no organiza nunca, como lo hace el papa por ejem­ plo, alguna Cruzada bélica para conquistar los Lugares Sagrados u otras posiciones cristianas en poder de los musulmanes. San Francis­ co se va, en son de paz y con un gesto candoroso, a charlar con los jefes árabes de Oriente Medio y a intentar convertirlos a la fe de Cristo por las buenas. En aquellos siglos belicosos y para aquellos hombres que vivían en guerra continua, San Francisco predicó incan­ sablemente la paz y la no-violencia. No es exagerado decir que San Francisco, cuando a nivel de calle no entendían estas ideas, fue el apóstol de la paz sin límites. Por otra parte, a nivel de fraternidad, a nivel de comunidad reli­ giosa, San Francisco abandonó todo lo que significaba desigualdad, dominio de unos sobre otros; en este sentido hasta reformó la nomen-

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