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SAN FRANCISCO Y LA JERARQUÍA ECLESIÁSTICA 87 ¿Qué haría ahora Inocencio III? Por de pronto sabemos que «se admiró en gran manera». Mientras San Francisco hablaba, el papa iba recordando un sueño que había tenido hacía varios días y que le desveló para unas cuantas noches. Era extraña la coincidencia —pen­ saba el papa— pero era real. Y esto debía tener su sentido, ¡tenía su sentido! Inocencio III, mientras escuchaba el suave y comedido decir de San Francisco, iba encontrando explicación para aquel sueño que durante días le había intrigado. Ahora sí que lo comenzaba a entender. Les escritores del franciscanismo primero constatan este des­ cubrimiento papal con un regocijo mal disimulado: «Oyendo esto el señor papa, quedó profundamente maravillado, y principalmente porque antes de la venida del bienaventurado Francisco había tenido también él una visión en la que veía que la iglesia de San Juan de Letrán se desplomaba y que un hombre religioso, des­ medrado y despreciable, la sostenía con sus propias espaldas. Se des­ pertó atónito y atemorizado. Pero hombre discreto y sabio como era, consideraba qué significaría la visión. Como a los pocos días se pre­ sentase ante él el bienaventurado Francisco y le expusiese su plan de vida, como queda dicho, y le suplicase que le confirmara la Regla que había escrito con palabras sencillas entreveradas de sentencias del evangelio, a cuya perfección aspiraba con todas sus fuerzas, viéndolo el papa tan fervoroso en el servicio de Dios y comentando su propia visión y la alegoría mostrada al varón de Dios, comenzó a decirse para sus adentros: "Verdaderamente éste es aquel varón religioso y santo por el que la Iglesia de Dios se levantará y se sostendrá”» 63. Pero no solamente «se admiró en gran manera» Inocencio III. Ni tampoco se conformó con comprobar que su sueño y el frailecillo aquel de Asís se completaban y se explicaban mutuamente. El papa Inocencio III sacó, hasta cierto punto, la conclusión lógica que cabía deducir de todo aquello: el Papa se convenció que en el proyecto de vida evangélica, tal como lo entendía San Francisco, había algo de sobrenatural con lo que había que contar. Pero, a pesar de todo, el papa Inocencio III no dio su brazo a torcer completamente. Y, porque no las tenía todas consigo, quiso asegurarse una retirada honorable para el caso de que aquella experiencia fracasara. Además que un goberna­ dor de su talla no se iba a dejar llevar por entusiasmos de momento, siquiera estuvieran estos muy fundados. Así, pues, reaccionó Inocen- 63. Ibid.

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