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86 MIGUEL G. ESTRADA tivado de su hermosura, y, reconociendo en ellos su verdadero retrato, les preguntó: '¿D e quién sois h ijo s?’. Y como le contestasen que eran hijos de una mujer pobrecita que vivía en el desierto, el rey los abrazó con íntima complacencia y les dijo: 'Nada temáis, porque sois hijos míos. Así, pues, si los extraños se alimentan de mi mesa, con mayor razón vosotros, que sois mis hijos legítimos’. Y mandó el rey a aquella mujer que le enviara a palacio a todos los hijos procreados con él, para que allí se criaran” . El varón de Dios comprendió que, por cuanto se le había mostrado en visión mientras oraba, él está representado por aquella pobrecita mujer» 61. La interpretación de la visión no debió presentar dificultad mayor para San Francisco. La parábola llena de candor infantil, auténtica florecilla franciscana, resultaba fácil de entender. La pobreza había sido — terminaba de ser— un handicap aparentemente insalvable a la hora de obtener la legalización pontificia del carisma franciscano. Precisamente por eso no tenía nada de particular que Dios hablara a San Francisco inspirándole la forma de salvar ante Inocencio I II aquel obstáculo que parecía infranqueable. Pero le resultara fácil o difícil al papa entenderlo, San Francisco no necesitó pensar mucho en lo que tenía que hacer: volver al palacio de Letrán. ¿Acaso no le había man­ dado el mismo papa que orase para que Dios manifestase su voluntad de manera clara sobre el porvenir del carisma franciscano? Pues allí estaba la voluntad de Dios. La visión que le acababa de conceder el Señor no dejaba lugar a dudas. Y la interpretación bastante clara. « ...s e presentó de nuevo al sumo pontífice y le relató ordenada­ mente la alegoría que el Señor le había mostrado, y le dijo: "Y o soy, señor, esta mujer pobrecita a quien el amantísimo Señor, por su misericordia, ha honrado de esta manera y de la que ha querido pro­ crear para él hijos legítimos. Y me dijo el Rey de los reyes que criaría a todos los hijos que por mi medio procreara, porque, si ali­ menta a los extraños, con mayor razón ha de alimentar a los legítimos. Si Dios concede a los pecadores bienes temporales por amor a los hijos que han de criar, mucho más los otorgará a los varones evangélicos, a quienes por mérito se les deben tantos b ien e s»62. 61. O. c., 50. 62. O. c., 51.

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