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SAN FRANCISCO Y LA JERARQUÍA ECLESIÁSTICA 83 tasía que un proyecto razonable de vida. Se podrá reducir el uso de las cosas, pero llegar hasta los extremos que señalaba San Francisco en su Regla parecía una locura, un sueño en todo caso57. Esa fue la conclusión a la que llegó aquel hombre enormemente práctico, muy con los pies sobre la tierra, que era Inocencio III. Y buscó una salida airosa, un recurso «diplomático», para negar a San Francisco lo que éste pedía. No cabe duda que fue delicado en su negativa el papa. Nada de frases duras o despectivas, que no iban con su papel de padre espiritual de todos los creyentes. Buscó la forma de no herir en demasía y, a la vez, buscó la manera de no otorgar lo que se le pedía. En esta primera reacción el papa no quería compro­ meterse en serio y sí dar largas al asuntos. Parece que le asustaba de forma especial, como queda ya dicho, lo que era precisamente uno de los puntos más característicos del carisma de San Francisco: la pobreza, la absoluta pobreza. Y la contestación primera de Inocen­ cio III a la petición del Santo fue aproximadamente ésta: «Queridos hijos nuestros, vuestro tenor de vida nos parece sobra­ damente riguroso y austero; y, aunque os vemos tan animosos que de vosotros no cabe la menor duda, sin embargo, debemos pensar en aquellos que os han de seguir, y puede ser que esta vida les parezca demasiado austera» 58. Como se ve lo que buscaba Inocencio III era no comprometerse dando un permiso de porvenir incierto. Claro que el papa se daba cuenta de que aquel subterfugio — «los que han de seguir por este camino»— , tenía muy poca fuerza convincente; más bien el argumento lo que probaba era lo opuesto: si San Francisco y sus compañeros podían vivir según aquel carisma de pobreza absoluta, también podrían hacerlo los que les siguieran. No obstante, lo que aquella salida de Inocencio III deja en claro era que el papa estaba dispuesto a recurrir a cualquier disculpa con tal de bloquear los deseos de San Francisco. 51. Sería interesante preguntarse si en las reticencias de la alta jerarquía romana ante los ideales de San Francisco no existía al fondo, y al menos de forma inconsciente, un razonamiento poco evangélico y de autodefensa. ¿La po­ breza y la fraternidad franciscanas — ese sería el posible y recriminable razona­ miento de la jerarquía— no era acaso una crítica de su vida poco pobre y poco caritativa? En sí, y sin necesidad de acudir a exageraciones de cineastas, el caris­ ma franciscano cuestionaba la vida de aquellas autoridades que estaban exami­ nando la hipotética viabilidad de los deseos de San Francisco. ¿Sería irrazonable pensar que en esa oposición a los deseos de San Francisco influyera inconsciente­ mente la vida «acomodada» que llevaban muchos de aquellos jerarcas de la Iglesia? 58. Leyenda de los tres compañeros, 49.

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