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82 MIGUEL G. ESTRADA En un primer acto San Francisco, tras la presentación del cardenal Juan de San Pablo, expuso sus planes, el proyecto de vida evangélica que él y sus seguidores practicaban ya. Por la reacción de los cardena­ les presentes al encuentro, y del mismo Inocencio III, podemos dedu­ cir que San Francisco presentó con todo realismo su vida y sus pro­ yectos, sobre todo su propósito relacionado con la pobreza to ta l56. Y era normal la insistencia sincera e intencionada de San Francisco porque ésta era la perla que él había descubierto en su clave de inter­ pretación evangélica: la pobreza. El papa escuchó a San Francisco que indudablemente hablaría con fervor de sus deseos de vivir el Evangelio en absoluta pobreza y mino­ ridad, sin poseer nada salvo a «Cristo pobre y crucificado». El diálogo entre los dos, el santo y el papa, debió ser bastante largo. San Fran­ cisco, por una parte, tendría sumo interés en presentar convincente­ mente las líneas más representativas de su proyecto de vida evangé­ lica. Inocencio III, por su parte, buscaría la manera de hacer una idea lo más clara posible sobre lo que aquel pobre de Asís venía a exponerle. Y, por eso, la entrevista debió alargarse bastante. La reac­ ción del papa y de la Curia Romana, tras aquel prolongado intercam­ bio de puntos de vista, debió estar muy cercana al susto. La forma franciscana de vida era irrealizable, era el castillo de arena levantado por un idealista enfermizo. Ni interesaban, pensaba en aquellos mo­ mentos Inocencio III, las constantes alusiones al Evangelio que hacía San Francisco; al Evangelio había que comprenderlo y cortarle alas para que fuese practicable. La pobreza que pretendía San Francisco para sí y para sus seguidores era cosa no de hombres sino de ángeles. ¿Cómo podía vivir un hombre, y menos una congregación de hombres, sin poseer nada, totalmente negados hasta a la más mínima propiedad? La verdad es que la pretensión de San Francisco parecía más una fan- 56. Explicando esta actitud desconfiada de los cardenales y de Inocencio III, el fino historiador de San Francisco que es Englebert hace esta afirmación: «ha­ brá notado el lector, como ya entonces lo notó la Corte Romana, el parecido de esta Regla con el programa de los reformadores de la época» (O. c.} 103). Efectivamente los parecidos son ciertos y entra, dentro de las posibilidades, el que los cardenales y el papa las advirtieran. Pero, ¿es absolutamente cierto que los cardenales y el papa actuaran, en aquellos momentos, movidos por esos pare­ cidos? No podemos probarlo, pues en las razones de su desconfianza frente a la Regla que les presenta San Francisco ellos no aluden para nada a los herejes o innovadores y sí a otros motivos. La afirmación tajante de Englebert, aunque verosímil, no se puede probar con sólo los textos primitivos franciscanos en la mano.

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