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SAN FRANCISCO Y LA JERARQUÍA ECLESIÁSTICA 77 escena, no dando importancia a la disparidad de criterios entre San Francisco de Asís y el papa (animada ésta por la mayoría del colegio cardenalicio). Hasta se ha querido adornar esa disparidad de criterios dándole un tinte de encantadora «florecilla franciscana». Pero la ver­ dad es que ya aquí, en el primer encuentro serio Francisco de Asís- papa, se percibe la diferencia de puntos de vista sobre la vida reli­ giosa; diferencia muy marcada, por cierto. Vamos a describir un poco por extenso la escena ya que nos alecciona por sí sola en relación con el tema que estamos tratando mejor que ningún razonamiento. Cuando San Francisco se ve rodeado por algunos compañeros que quieren firmemente seguir su forma evangélica de vida, opina con buen criterio que debe obtener el visto bueno del papa. Y, efectivamente, se encamina a Roma en unión de sus compañeros, llevando consigo un minúsculo y elemental proyecto de organización: unos textos evan­ gélicos citados desordenadamente49. En Roma está el papa y San Francisco sabe que solamente el papa puede autorizar su forma de vida. Porque San Francisco no quiere caer en la tentación en la que cayeron los herejes que para entonces pululaban por el norte de Italia y por el sur de Francia, que se colocaban al margen de toda obediencia al p ap a50. San Francisco quiere desde el principio de su conversión 49. T om ás de C elano , Vida primera, 32. 50. ¿Oyó San Francisco hablar de la herejía? ¿Conoció o trató a los here­ jes? Desde luego que San Francisco no estuvo obsesionado, ni poco ni mucho, con los herejes. No obstante es lo más probable que oyera hablar de ellos, te­ niendo en cuenta la movilidad de los hombres del Norte de Italia en aquel entonces y que él mismo pertenecía a una familia de comerciantes viajantes. No obstante me parece exagerada la afirmación de K. Esser, cuando llega a decir: «Con una perspicacia extraordinaria previo San Francisco la posibilidad de que sus hermanos se desviaran bajo el influjo de los movimientos heréticos de enton­ ces. Incansablemente trató de contrarrestar este peligro con sus exhortaciones» (La Orden franciscana, orígenes e ideales, Aránzazu 1976, 262). El mismo Esser quiere probar, en otro de sus escritos, que el Santo se relacionó expresamente con los cátaros. Para el buen conocedor del franciscanismo que es Esser el hecho no admite dudas. Personalmente no veo las cosas tan claras; las razones que se dan no son suficientemente convincentes, aunque tengan cierta verosimilitud (cf. K. Es se r , Franziskus von Assisi und die Katharer seiner Zeit, en Archivum Fran- ciscanum Historicum 51 (1958) 225-264). Pero lo que no tiene ninguna proba­ bilidad, y es totalmente disparatado, es el juicio emitido por F. Antal. Resulta extrañísimo que un escritor que se quiere científico pueda decir un disparate como este: «El movimiento impulsado por San Francisco surgió en la Umbría, región en donde habían tenido mucha difusión las sectas primitivas; fue al prin­ cipio una religión de seglares y, como las demás sectas, esencialmente herética» (F. A n ta l , El mundo florentino, Madrid 1963, 91). Más acertada que la opinión de Esser y Antal, me parece la de P. Sabater: «Francisco nunca pensó en tomar

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