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66 MIGUEL G. ESTRADA tico debería ser rehusado por los franciscanos por atentar contra aque­ lla minoridad. Insistamos en el tema de los privilegios eclesiásticos que tantos quebraderos de conciencia le ocasionó a San Francisco. Por­ que es que la minoridad y pobreza, exigencias básicas del carisma fran­ ciscano, tenían una repercusión inmediata en el campo de esos privi­ legios, en la no aceptación de favores especiales. Ahora bien, el pro­ blema era muy delicado en la práctica. Porque, ¿cómo una Orden religiosa podía vivir en el siglo xm sin buscar o aceptar privilegios? Difícilmente. En aquellos tiempos, cuando el franciscanismo comen­ zaba a andar, apenas si se podía hacer algo en la Iglesia si no era a base de Bulas y privilegios especiales. Y la razón de esta necesidad es clara conociendo un poco la historia de la Iglesia. Los obispos resi­ denciales se comportaban como auténticos señores feudales en sus dió­ cesis. Imposible desarrollar una actividad apostólica en una diócesis, por irreievante que fuera aquélla, sin permiso expreso del obispo. Pero ese permiso imprescindible no se concedía fácilmente. Los obispos, como queda dicho, solían considerarse como señores feudales y descon­ fiaban de todo lo que pudiera tener la más ligera apariencia de intro­ misión en sus dominios. Por otra parte existía, además, el miedo a los mismos herejes; los prelados temían a los herejes que brotaban con extraña profusión y pujanza por aquellos años un poco por todas partes. Todo eso hacía que las diócesis fueran cotos cerrados y vedados en los que resultaba muy problemático el poder entrar. Ocurría, enton­ ces, que los frailes se procuraban personalmente o por intermediarios, autorizaciones de la Santa Sede, gracias a las cuales podían obviar las cortapisas de los obispos residenciales. De hecho, acudían a esta ma­ niobra con tal frecuencia que la excepción aparecía ya como un recurso normal; las Ordenes religiosas, y los monjes en particular, se las inge­ niaban para obtener concesiones que les permitiesen moverse y actuar libremente todo a lo largo y ancho de la geografía cristiana. También muchos franciscanos sintieron la tentación, o la necesidad, de los pri­ vilegios, también ellos pensaron, ante la cortedad de miras, el miedo y la prudencia excesiva de muchos obispos, que no estaría mal el que el papa les autorizara, por ejemplo, a predicar por todas partes libre­ mente. El mismo cardenal Hugolino, con autoridad para conceder esos privilegios, opinaba lo mismo. Y, de hecho, fue el cardenal Hugolino el que directa o indirectamente agració a la Orden franciscana con un buen número de exenciones benignas. He aquí un elenco de ellas, todas con la marca del cardenal Hugolino:

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