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64 MIGUEL G. ESTRADA La argumentación del cardenal no era desdeñable, y ciertamente que tenía su peso suficiente como para hacer vacilar a un hombre con menos determinación que San Francisco. La vida ejemplar de un obis­ po — esto lo sabe cualquiera— , normalmente debe tener más influencia benéfica sobre los simples cristianos según nuestra manera humana de calcular que la pobreza y el retiro de los frailes. Esto, que puede tener valor para siempre, no cabe duda que lo tenía mucho más entonces, cuando muchos obispos no brillaban precisamente por su virtud. Sólo que esto que parece así de evidente no lo es tanto desde una perspectiva auténticamente sobrenatural. ¿Acaso no es Dios el autor de toda moción religiosa, de toda gracia? Pues, entonces, es bien posible que un fraile menor y humilde merezca más ante Dios en bien de la Iglesia que el obispo más intachable. Y entonces el argu­ mento del cardenal Hugolino era muy prudente sí, pero también bastante humano; no tenía suficientemente en cuenta la vertiente so­ brenatural que existe en el mundo religioso. Desde ahí fallaba ya su argumentación. Pero fallaba también desde otro ángulo. Y es que el cardenal Hugolino tampoco tenía en cuenta el carisma franciscano. Sólo que no hay manera de entender la vida religiosa y su papel en la Iglesia si es que no se parte de la comprensión y aceptación del carisma religioso. Unicamente desde la comprensión y aceptación de su clave de interpretación del evangelio — carisma— , es inteligible y justificable la vida religiosa en general, y cualquier forma de vida religiosa en particular. Y lo que proponía el cardenal Hugolino a San Francisco era que renunciara a su carisma específico, es decir, que se autodestruyera. Indudablemente el cardenal no iba de forma expre­ sa tan lejos en su petición pero sí implícitamente. La petición del cardenal Hugolino implicaba el que algunos franciscanos en concreto, e indirectamente la Orden en cuanto tal, renunciaran a aquél de sus aspectos básicos que en terminología franciscana se llama, como hemos explicado más arriba, así: minoridad. Y esto era grave, sumamente grave. La petición expresa del cardenal Hugolino atacaba al modo de ser franciscano en uno de sus puntos medulares. Naturalmente San Francisco no iba a pasar por ahí, no iba a morder el anzuelo. A pesar de su aparente candidez — sólo aparente— , no se dejó atrapar tan fácilmente como cabría suponer por el argumento «eclesial» del car­ denal Hugolino. San Francisco, con su típica intuición, se dio cuenta de la trampa que, con la mejor intención, le tendía su buen amigo. Y

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