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SAN FRANCISCO Y LA JERARQUÍA ECLESIÁSTICA 63 ¿Qué iba a responder San Francisco a esta proposición? La cues­ tión era seria. Porque es que la clave específica del carisma francis­ cano quedaba en entredicho con la proposición de Santo Domingo. ¿Debería desaparecer la originalidad franciscana para dar paso a un cocktail religioso como lo quería la jerarquía eclesiástica y lo proponía Santo Domingo? La cuestión, disimulada en el piadoso decir de Santo Domingo-Hugolino, era extremadamente grave; en resumidas cuentas se refería al ser o no ser del franciscanismo. Sólo que el fino olfato espiritual de San Francisco intuyó el peligro, y reaccionó con pron­ titud y decisión. No sabemos, es cierto, por dónde salió San Fran­ cisco ante la, para él, inesperada e inaceptable petición. Pero sí cono­ cemos, por los efectos, que la propuesta de Santo Domingo-Hugolino no prosperó, que se la llevó el viento rápidamente. El carisma fran­ ciscano no se diluyó en una mezcla aséptica con el dominicano, y siguió adelante separado y original. Tal vez, en esta ocasión, San Francisco se contentara con desviar la conversación a otro tema, dan­ do así largas a un problema enojoso que él personalmente y ante Dios tenía ya superado desde hacía tiempo. De todas formas, y esto es lo que más nos interesa, subrayemos que existió aquí una típica inter­ vención de la jerarquía de la Iglesia con el fin de bloquear o al menos modificar el carisma franciscano. Pero en esta misma ocasión el cardenal Hugolino, en nombre de los altos intereses de la Iglesia, ataca al carisma franciscano desde otro flanco. Y lo hace ahora interviniendo directamente en la conversación. Concedido el que franciscanos y dominicos hagan el camino por sende­ ros distintos; serían dos Ordenes diferentes con todas las consecuen­ cias. Pero, ¿por qué no iban a servir a la Iglesia tanto los dominicos como los franciscanos accediendo a los más encumbrados puestos de responsabilidad? Ni valía —así pensaba el cardenal— la excusa de profesar la pobreza en su más alta expresión. El político avezado que era el cardenal Hugolino, que conocía muy bien el amor de San Fran­ cisco a la Iglesia, atacó al Santo así de directamente: «En la Iglesia primitiva, los pastores de la Iglesia eran pobres, hombres que ardían en caridad y no en codicia. ¿Po r qué no escoger para obispos y prelados aquellos de entre vuestros hermanos que des­ tacan sobre los demás por la doctrina y el e jem p lo ?» 32. 32 . T om ás de C elan o , Vida segunda , 148 .

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