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SAN FRANCISCO Y LA JERARQUÍA ECLESIÁSTICA 55 les— ? ¡Imposible! Y, por tanto, el carisma franciscano no era homo- logable con la vida cardenalicia. San Francisco comprendió esto sin necesidad de grandes y enojosos raciocinios. Hay una escena en la vida del santo que ilumina esta distinta forma de vida — la desamparada franciscana y la «situada» de los cardenales— , de una manera muy expresiva. Un día San Francisco accedió a hospedarse en el palacio del cardenal de Santa Cruz, en Roma. El cardenal le insistió vehementemente para que se quedara en su palacio, y el santo así lo hizo. Pero llegó la noche y con ella una tragedia que San Francisco no se esperaba. El santo, después de su acostumbrada oración de noche, se dispuso a dormir. Sólo que le resultó de todo punto imposible reconciliar el sueño. Los demonios, según San Francisco, se llegaron a él, le azotaron y maltrataron de múltiples maneras, dejándole destrozado. Cuando terminó la embes­ tida diabólica, San Francisco llamó a su compañero de hospedaje — uno de sus frailes— , y le contó lo que le acababa de suceder aña­ diéndole su interpretación personal: «Pienso, hermano, que el hecho de haberme atacado tan cruelmen­ te en esta ocasión los demonios — que nada pueden hacer fuera de lo que la divina Providencia les permite— es una prueba de que no causa buena impresión mi estancia en la curia de los grandes. Mis hermanos, que moran en lugares pobrecillos, al enterarse de que estoy viviendo con los cardenales, quizás vayan a sospechar que me ocupo de asuntos mundanos, que me dejo llevar de honores y que lo estoy pasando muy bien. Por lo cual, juzgo ser mejor que el que está puesto para ejemplo de los demás huya de las curias y viva humildemente entre los humildes en lugares humildes, para fortalecer el ánimo de los que sufren penuria, compartiéndola también él mismo. Así que, a la mañana siguiente, el santo presenta humildemente sus excusas y se despide del cardenal juntamente con su compañero» 19. Pero esto ya nos hace adivinar que no iba a ser fácil para el caris­ ma franciscano obtener el visto bueno — algo, por lo demás, que le resultaba imprescindible— , de los cardenales. La vida de éstos, y la exigida por el carisma franciscano, no se parecían, más bien diríamos que, al menos en parte, se rechazaban mutuamente. La escena que acabamos de citar nos habla de esa incompatibilidad. Pero — y esto era auténticamente grave— , el criterio de los cardenales era decisivo 19. S. B u e n a v e n t u r a , o . c .} 6 , 10.

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