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52 MIGUEL G. ESTRADA Francisco, un atentado contra el carisma que él entendía ser el suyo y el de los suyos, un atentado contra aquel carisma que le pedía ser el último en la Iglesia, el menor entre los menores. Pero este empeño por rehuir los privilegios, en concreto por rehuir el privilegio de pre­ dicar al margen de la voluntad de los obispos, le iba a causar para­ dójicamente más de un disgusto ocasionado por parte de los mismos prelados. Veamos un caso especialmente significativo a este respecto. En su Leyenda mayor el gran franciscano que fue San Buenaven­ tura, nos describe una escena, tipo «florecilla», en la que aparece el obispo de Imola. Y también aquí, como en el caso de Guido, el en­ cuentro Francisco-obispo presenta manifiesta divergencia de puntos de vista. Y cabe decir que si la escena de Imola no termina en encuentro desagradable es porque San Francisco, con su extraordinaria humildad, sabe sobreponerse a lo desabrido del obispo. Recordemos cómo fue la escena, que nos habla por sí sola. Según hemos dicho hace un momento, San Francisco no quería, por ningún concepto, que sus seguidores predicasen sin el consenti­ miento y la licencia expresa de los obispos del lugar. Sobre este punto el santo era tajante, y ni los mismos deseos del cardenal Hugolino, como veremos más tarde, conseguirían doblegarle. Según su concepto de la minoridad, básico en el carisma franciscano como ninguno, sus frailes menores predicarían sólo en el caso de que el obispo de la diócesis donde pretendían hablar les autorizase a hacerlo. Y así, dando ejemplo, cuando llegó a Imola se apresuró a solicitar autorización para sí mismo, pues quería reunir al pueblo y hablarle de Dios. Pero la salida destemplada del obispo fue como para desalentar a cualquiera con menos humildad que San Francisco. San Buenaventura, siempre tan comedido en sus palabras, escribe textualmente que el obispo reaciconó así ante la petición del santo: «Me basto yo, hermano, para predicar a mi pueblo» 16. La respuesta, como se ve, fue indudablemente agria en su breve­ dad, pues San Buenaventura siempre dispuesto a disimular lo negativo en cualquier tipo de escena, no puede por menos de subrayar que la respuesta del obispo revistió «alguna dureza». Nosotros, sin los pre­ juicios gremiales del Superior General de la Orden Franciscana que era San Buenaventura, diríamos que la respuesta del obispo fue muy poco política y sincedamente dura; hasta grosera, podríamos añadir 16. S. B uenaventura , Leyenda mayor, 68.

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