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MUNDOS POSIBLES Y MUNDOS NECESARIOS 475 que cuando uno las padece se llaman miserias, y cuando se compadecen en otros misericordia». Esa misericordia es la que puede atemperar nuestras propias miserias y por ello es deleitosa. Sólo porque es grato ser misericordioso se aman indirectamente las lágrimas y el dolor, nos seguirá diciendo Aurelio Agustín en el párrafo siguiente del capítulo. Aunque acto seguido, en tono ya moralizante (y edificante, que diría Hegel) se arrepiente de haberse complacido con las «torpezas» imagi­ narias de los amantes o contristado con sus desgracias igualmente ima­ ginarias. Para terminar, en el último párrafo, arrepentido de entregarse al placer de que aquellas aventuras oídas o fingidas le «rascasen por encima». Lo que a veces conducía a que terminase («semejantemente a los que se rascan con las uñas») produciéndosele un tumor abrasador y una horrible postema y podredumbre. Así nos encontramos una vez más con la paradoja de que sea un alma hipersensible y poética quien expulse de su república a los poetas. En cambio, no encotramos esa actitud platónico-agustiniana en Aris­ tóteles, que también era moralista y, si hemos de fiarnos de Cicerón, tampoco era manco como escritor (decía de Aristóteles que era un río con raudales de oro). Tampoco la encontramos en Kant. Pero es que Aristóteles, admirador de la comparación y la metáfora, admirador de Homero y de Sófocles, se conserva griego y homérico aun en los pasajes cruciales de su Etica a Nicómaco. Para él donde reina la amis­ tad se hace innecesaria la justicia, y para él la magnanimidad es como el ornamento de todas las virtudes. Nada hay de extraño en que un moralista de esta índole considere que la poesía es más filosófica que la historia y que,consecuentemente, se proclame, a la vez que filó­ sofo, filomito (^tXofiuOo;: Met. I, 982b, 18-19). Sugiriendo que, si los poetas tuvieran razón al acusar de envidiosa a la divinidad, la envidia de los dioses recaería sobre los filósofos principalmente (Ib. 983a, 1-2). Hemos hablado algo de la catharsis en el espectador. Un estudio que no fuera tan incompleto debería enfocar igualmente la catharsis en el actor, por ejemplo, la que experimentara Anthony Quinn al interpretar la danza de «Zorba, el griego», y la catharsis en el autor, cuyo prototipo sería la que liberó a Goethe del suicidio real, suici­ dándose literariamente (sublimadamente) en el Werther.

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