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400 E. RIVERA carácter desgarrado, pues lucha en ella el amor de Francisco contra la fuerza de la inteligencia que le quiere oprimir. Una anécdota que se inventa Kazantzaki sensibiliza esta tensión. La pone en labios del mismo Francisco. «Cuando yo era niño, dice éste, predicaba un teólogo en la catedral de Asís por la Navidad. En su interminable sermón ponderaba el insondable misterio del Verbo hecho carne que la Iglesia celebraba aquellos días y sobre el que era necesario meditar, pensar... El sermón me confundía del todo, hasta no poderme contener y exclamo: « ¡Maestro, que podamos ver cómo llora el Niño Jesús en su cuna! ». Mi padre me castigó cuando llegamos a casa, pero mi madre me dio la bendición a hurtadillas» 27. Deliciosa anécdota, sobre todo en su simpático final, en la que se refleja la honda tensión entre el mundo de la inteligencia calculadora del justiciero Pietro Bernardone y el mundo de la sencillez del corazón, remansado en la delicadeza materna de Pica. Ya en la propia casa familiar nos hace asistir Kazantzaki a un conflicto entre la inteligencia previsora y el corazón abierto a la vida que amargará largos días de la vida de Fran­ cisco. Momento cumbre en la vida del santo, piensa G . Uscatescu, fue aquél en que éste rompe con su padre para entregarse a la pobreza, al amor de Dios, a la humildad y a la salvación de las almas. Sólo espíritus gigantes, como Dante y Giotto, han podido describir este mo­ mento. También lo ha intentado Kazantzaki «por medio de un estilo de notable riqueza literaria, de un fervor poético y de una admiración incontenible hacia el protagonista de este singular drama que reúne lo divino y lo humano en la más bella epopeya religiosa que el mundo conoció después de la encarnación histórica del Salvador» 28. Esta ponderación riñe con la humildad de San Francisco, pero transparenta el impacto que produce el santo en el alma sensible de Kazantzaki y en la de su comentador G . Uscatescu. Este concluye su penetrante síntesis sobre Kazantzaki, advirtiendo que Fray León, el narrador de la vida de San Francisco, no hallaba fácil el captar la hondura eterna de los símbolos. Por el contrario, para Francisco todo era un símbolo, que le lanzaba a la eternidad. Así en la madre que amamanta a su pequeño, guiada por su hombre en un borriquillo, contempla Francisco el eterno misterio de Cristo en brazos de la madre 27. Ib. 28. G. U scatescu, o . c .} 275.

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