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IN MEMORIAM 331 promiso de afrontar los valores nuevos de la cultura humana. Es lo que nos pide el Vaticano II y que él ya anticipadamente estaba cumpliendo. Como conversador tenía el P. Gabriel algo de extraordinario. Sin pedante ría alguna, con suma naturalidad, cumplía uno de los consejos de Francisco Giner de los Ríos, en esto acertado, a sus educandos, cuando los incitaba a hacer de sus diarias y sencillas conversaciones una escuela de formación mental. El P. Gabriel practicaba este consejo magistralmente. Brincaba sin el menor esfuerzo del hecho menudo del día, de la anécdota sin importancia de la pren sa diaria a una visión histórica cultural en la que se daban cita la última obra sobre Homero y los comentarios de Dámaso Alonso a Garcilaso o Quevedo con las delicadezas de Juan Ramón Jiménez, la ironía realista de García Lorca, los lirismos de Pemán y los epítetos del P. Begoña. Con qué gracia repetía estos versos de García Lorca que nos hizo aprender de memoria, sólo con repetirlos: «Señores guardias civiles / aquí pasó lo de siempre: / murieron cuatro roma nos / y cinco cartagineses». La sonrisa con que acompañaba los cuatro versos los hacía más sencillamente intranscendentes. Quizá por ello más admirables. Lástima que su sensibilidad delicada hacia la belleza, tan patente en sus me nudas conversaciones, no hubiera tenido cristalización en sus escritos. Una anéc dota para concluir. Hicimos los profesores del Colegio de Filosofía una excur sión a Avila. Le entusiasmó todo. La grandeza espiritual de lo teresiano y el ambiente de minúscula y sublime realidad que lo envuelve. Compuso unas cuar tillas de sus impresiones. Me las dio a leer. Eran un pequeño mundo de suge rencias y de aciertos. Le pedí que las publicara. Pero me desilusionó su res puesta en la que me dijo que eran «cosas suyas», las cosas que mejor regusta- ba. Lástima que de estos regustos, más dignos de memoria que tantos otros bajo el pretencioso epígrafe de «aere perennius», no nos haya quedado el me nor testimonio. Pero al menos es un grato deber reconocer que en vida llenó en plenitud uno de los grandes mensajes de la convivencia: el de habernos ayudado en nuestras ignorancias con la aportación lúcida e inteligente de su pensar y de su vivir, trasmitida en inolvidables charlas de compañerismo y de amistad. * * * Creemos que este merecido recuerdo lleva en su incompletez el testimonio de la valía de estos dos profesores de filosofía, tan ligados a esta revista y que cumplieron con meticulosa conciencia su deber intelectual. Sus aciertos y hasta sus ineludibles limitaciones son para todos perenne lección y estímulo. Salamanca, mayo de 1981. E. R ivera
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