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SAN FRANCISCO ANTE LA HISTORIA 293 En la casa de incurables de Marburgo, a donde Isabel, la duquesa, se ha retirado, saca a una pobrecita ciega a gozar del buen día. Isabel la dice: «De nuevo nos ha venido el sol de Dios esta mañana. El sol de Dios te va a sanar». A lo que replica la enferma: «Dime una cosa, Isabel. ¿Qué es la enfermedad? ¿Qué quiere de mí?». La respuesta de Isabel apunta a otro máximo triunfo de la gracia: «La enfermedad es una visita de Dios; es su gracia que se acerca a ti... La enfermedad es un canto a la gloria de Dios». Triunfa la gracia sobre la repugnante enfermedad a la que trueca en punto de partida para un himno de ala­ banza al Dios bueno. Pero a este triunfo Isabel va a añadir otro: el más decisivo de su vida. Los caballeros cruzados, que acompañaron al esposo de Isabel, duque de Turingia, camino de Tierra Santa, le traen ahora el cadáver desde las lejanas playas italianas donde expiró. Vienen con la intención de que Isabel vuelva de nuevo a regirles como Duquesa. Ella tiene pleno derecho al gobierno. Y ellos, como caballeros, tienen el deber sacro de defenderla. ¿Qué responderá Isabel ante una actitud tan noble de sus fieles servidores? Ante el cadáver de Luis, su esposo, evoca los días de la dulce intimidad, las serenas alegrías de la convivencia. Pero reflexiona en que un día él se puso la cruz sobre el pecho y partió. Tenía 27 años; ella 21. Su amor conyugal se hallaba reforzado por el vínculo inocente y fortísimo de cuatro niños de bendición. Todo esto lo recuerda Isabel en aquellos instantes de repliegue y ensimismamiento. Después de larga meditación dirige a sus leales caballeros estas pala­ bras: «El obedeció... Mi Luis lo dejó todo y murió en lejanas tierras... Me dejó viuda con cuatro niños... Pero obedeció... Los despojos que aquí me mostráis dan testimonio... Es que la llamada y la respuesta son todo en la vida». Estas palabras de Isabel muestran que de tal suerte triunfó en ella la gracia que renuncia hasta del poder más legí­ timo para seguir a la gracia camino de la santidad. Le quedaba todavía dar una última prueba de que había optado definitivamente por la gracia. El Obispo de Bamberga le trae la pro­ puesta de celebrar bodas con el emperador Federico II. ¿Qué mejor partido para cuantos soñaban con el reino de Dios en la tierra que poner al lado del emperador a una mujer santa y discreta? He aquí, sin embargo, lo que responde Isabel: «Por el emperador mi sacrificio y mi plegaria. Es todo lo que le puedo ofrecer». El obispo le pide lo otro. La suerte del imperio lo exige. Pero ella se mantiene en su pro­ pósito, pronunciando con decisión estas palabras: «No tengo otra meta

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