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292 ENRIQUE RIVERA que soportar todavía este techo que es el cobijo de mis niños... Pero la mujer vestida de gris me llama también a mí. Llama a mis hijos. Yo no puedo quedarme aquí». Desde el castillo de Wartburgo, donde ha prendido ya el fuego franciscano del amor a la pobreza, el drama nos traslada a Roma para hacernos asistir al Concilio IV de Letrán. En él tienen lugar la despe dida solemne de uno de los mayores Papas de la Iglesia. El gran Ino cencio sueña todavía con el reino de Dios en la tierra. Uno de los fines que ha tenido al convocar el Concilio es organizar la última y definitiva cruzada que traiga la victoria de la cruz. Pero un deje de melancolía y de fracaso parece envolver las palabras del Pontífice. De latan éstas, no tanto el gesto del capitán que parte, cuanto el aspecto del soldado cansado que regresa. Soñó más de lo que ha logrado. De ahí el deje de resignación y dulzura, de suavidad e intimismo, que rezuma su mensaje de despedida. Los comentarios se suceden. El más hondo es el del abad, que hace estas preguntas ante el gran tema del reino de Dios: «¿E s la dominación? ¿Es tan sólo el testimonio? ¿Es el orden y el derecho? ¿O es solamente el sacrificio?». Uno más que percibe el inquietante contraste entre el poder y la gracia bajo el signo de la historia. El último acto del drama nos hace ver cómo después que se han utilizado todos los poderes de aquí abajo a favor del reino de Dios, para hacerlo triunfar en la tierra, es necesario echarse al fin en brazos de la gracia. Sólo la gracia logra los triunfos definitivos sobre las almas. En tres almas se detiene especialmente el dramaturgo: en la de Isabel, la Duquesa de Turingia, cuando con sus niños va pidiendo limosna por las calles de Eisenach; en la de Francisco, que en el monte Alvernia percibe los supremos y dolorosos efectos de la gracia al sentirse trans formado en crucifijo viviente; en la del gran Papa Inocencio, quien en su agonía advierte que Francisco se acerca junto a él para cubrirle con el poder de la gracia que es el manto de su pobreza. Se suceden en este momento supremo del drama diálogos de íntima tensión. Son calas muy profundas hacia el centro de estas almas que viven para la historia. El primero de estos diálogos tiene lugar en las calles de Eisenach entre Isabel y sus niños. Madre e hijos van pidiendo limosna por amor de Dios. Ante negativas crueles y desagradecidas Isabel exclama: «Jamás había podido percibir lo pavoroso que es una puerta cerrada. Es como una repulsa dada al Dios que pasa y llama...».
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