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SAN FRANCISCO ANTE LA HISTORIA 291 de la Iglesia. Pero no puede renunciar a su política humana. También la política debe ser instrumento del reino de Dios. Las escenas del acto segundo y tercero van descorriendo el velo del tinglado político que rodea a Inocencio III, con sus luchas y partidis mos, con sus cálculos, unas veces grandiosos y otras mezquinos. Pero sea en Viterbo o en Roma, en Provenza o en Palermo, las pasiones de la política humana se topan siempre con una voluntad firme y deci dida, la de Inocencio III, quien está empeñado en que hasta el infierno de las pasiones políticas sirva al cielo del reino de Dios. En buscado contraste con los a ctos segundo y tercero, que han de jado al descubierto los tortuosos caminos del poder humano, el acto cuarto quiere mostrar el poder de la gracia en la plenitud de su acción. Los dos centros de la misma son una pobre choza junto a Rivotorto y el castillo de Wartburgo, sito en el corazón de Alemania. En Rivo torto el agente de la gracia es Francisco. Quien prende el fuego espi ritual en el castillo alemán es un discípulo suyo. Un diálogo entre Francisco y el emperador Otón IV, que pasa junto a Rivotorto, nos pone de nuevo, y en acerado contraste, ante las dos grandes fuerzas de la historia: el poder y la gracia. El emperador entre vé que algo extraordinario emana de Francisco. Una bendición suya pudiera traerle triunfos y victorias. «Bendíceme», le dice a Francisco. Mas éste le replica: «No tengo ningún poder de bendición para la espada. Sin embargo, rogaré al cielo por ti». No se contenta Francisco sólo con rogar al cielo. Juzga que tanto el emperador como el pueblo alemán que tiene a su lado tienen una misión espiritual que cumplir. Para ayudarles a realizar esta misión manda a uno de sus frailes, Fr. Rodrigo, que se ponga en camino de Alemania. Debe testificar en aquellas cortes imperiales, donde sólo se sueña en grandezas mundanas, que el Rey de Reyes se hizo un día «sierv o» por nosotros. En el castillo de Wartburgo, Fr. Rodrigo habla con la duquesa de aquellas tierras de Turingia. Se llama Isabel, hija de los reyes de Hungría. Siempre fue buena e inocente. Sólo ha amado lo noble y lo santo. Pero en los coloquios con Fr. Rodrigo entrevé un nuevo camino de luz en la perfección de la santidad. Este le cuenta que Francisco ama la pobreza como a una esposa, porque un día se le apa reció en forma de mujer, con vestido de ceniza, entre halos de gloria. Isabel se queda sola y medita: «Una mujer, vestida de color de ceniza saludó a Francisco. ¿Qué significa esto ?... Lo presiento en mi inte rior... Ya no puedo vivir más días en mi palacio... Sin embargo, tengo
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