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290 ENRIQUE RIVERA que replica Inocencio: «Los que pretenden esto, están en peligro de crer que llegarán a ser los primeros». Francisco, en línea con el Papa, insiste: «Es esto ciertamente un peligro que tenemos que soportar. Por ello prometemos, Señor, obediencia». Inocencio, nada condescendiente, hace llover sobre Francisco un diluvio de objeciones, que éste va resol­ viendo según inspiración superior. A la primera que declara ser impo­ sible vivir sin pan, responde Francisco que el pan diario de él y de los que le sigan es la palabra que distribuyen largamente día a día. A la segunda que ve en la vida de Francisco un imposible, redarguye éste con el hecho de que ya la practica y de que la senda se irá ensan­ chando según crezca el número de los que vayan por ella. A la ter­ cera que pone en guarda contra la huida del mundo, algo no permitido al cristiano, Francisco la refuta plenamente al aceptar como gran pecado el desentenderse de los otros, pecado que él y los suyos no cometerán, puesto que quieren acosar al mundo en su hora más difícil, cumpliendo la misión que se ha dado a los pobres: Sed luz ... Pero la luz es la doc­ trina, alega el Papa, y ésta se guarda en la Iglesia de Cristo. Francisco asiente plenamente. Pero añade que también los pobres pueden ser luz cuando ellos mismos llegan a quemarse en el fuego de la divina palabra. Concluye Francisco su alegato renovando su humilde petición: «¿Qu ie­ res bendecirnos, Santo Padre, para esta empresa?». Y sigue dirigiendo al Papa estas palabras de inmaculado candor, que anuncian el alba espiritual franciscana: «Las golondrinas ya están de vela en el alero del tejado. Es aún de noche, pero ya la alegría no las deja dormir por más tiempo. Queremos dar principio a nuestro peregrinar. Basta que tú, Santo Padre, nos quieras bendecir». Inocencio se repliega sobre sí. Luego dice a Francisco: «Meditaré sobre estas cosas. Me aconsejaré con varones de larga vista. Quédate en Roma, Francisco. Te mandaré llamar». Al quedarse sólo Inocencio, medita consigo mismo: «Y si el sueño que tuve es verdadero, si las columnas del templo de la Iglesia se doblan y el techo se hunde, ¿no será este pobrecillo quien ha de salvarnos? Y si esta debilidad no es suficientemente firme, ¿de quién vendrá el auxilio?». Rumiando el inex- crutable misterio histórico del poder y de la gracia, Inocencio se dice a sí mismo: «Jamás he visto un hombre como éste. ¿Quién puede de­ sechar la palabra de Cristo que dice que no ha de ser entre los suyos como entre aquellos que tienen la potestad y la fuerza? ¿Dónde está entonces el poder?». Estas palabras de Inocencio indican que ha entre­ visto el nuevo poder espiritual, la nueva gracia que viene en auxilio

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