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UN CANONIGO SEPULVEDANO DE LEON 83 No se ostenta hoy ésta con las bellas formas estatuarias que acabamos de describir. Desde que en el siglo xvn se introdujo y generalizó en España la triste y estragada moda de vestir las sagradas efigies y rodearlas de una fastuosidad disonante, la devoción de los fieles la ha adornado de tan ricos atavíos, que habiéndola dejado sólo descubiertos el rostro y las manos, ha hecho invisibles al público los primores de la escultura en las demás partes del cuerpo. En obras mejores y más útiles que en cu­ brir las sagradas imágenes con vestidos y mantos de seda y tisú y des­ figurarlas con ricas joyas y recargados adornos pudiera ejercitarse el pia­ doso ahinco de enriquecerlas, sobre que esta costumbre se opone en par­ te a la severa modestia y sencillez del espíritu cristiano308. Y hemos llegado al término de nuestro recorrido. Cuando en 1912, distanciado unos setenta años de su nacimiento, los huesos humillados de nuestro canónigo sepulvedano de la catedral leonesa bajaron al descanso de la huesa, el mundo había cambiado bas­ tante desde aquella otra la data de su cuna. Desde luego mucho más que en el mismo período de tiempo inmediatamente anterior. Recor­ demos esos inventos recientes que a él le proporcionaron materia para sus metáforas ingenuas de El cristiano instruido en su ley. Pero tales innovaciones no dejaban de ser como avanzadillas entre admonitorias y curiosas de un mundo nuevo, en el seno de una civilización todavía tradicional. Y muchas gentes y países vivían ausentes de ellas. Ahora, a menos de otros setenta años de la última fecha calendada, ese mundo nuevo nos ha llegado ya hecho dueño abrumadoramente de las mentali­ dades profundas de todos. Pues está lo más esencial del cambio en la universalidad totalitaria de su conquista, que no en la misma magnitud de sus mutaciones. Cierto que el impulso decisivo de la revolución industrial venía ya de atrás, de antes del alumbramiento de don Eulo­ gio. Y que llevaba la irreversibilidad en su misma entraña. Pero ella apenas contaba para quienes se seguían manteniendo a su margen. Lo cual no es ahora el caso de ninguno de nuestros prójimos. Y sin em­ bargo, nosotros hemos alcanzado todavía a ser testigos, acaso doloro­ samente privilegiados, de esa sustitución de civilizaciones y mentalida­ des. Sin sentirnos siempre responsables de la urgencia de recoger los testimonios de lo que se iba de nuestra vista para no volver. 308. P. 256. Véase J. G arrido , Lq iconofobia y la ascesis del sentimiento, Buenos Aires 1966.

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