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52 ANTONIO LINAGE CONDE Es más. Su noción de la propiedad es ante todo la romanista que había, desde luego, pasado a nuestro Código Civil y para ella postulaba en principio una índole más bien absoluta. Sentido en el cual es alec­ cionadora la lectura de los «principios generales de justicia» que a propósito de la «restitución por los bienes de fortuna o justiprecia- bles» enumera, esponjándose como sigue: Sólo el dueño de una cosa tiene derecho a poseerla y no pierde este do­ minio aunque llegue a distintas manos. De ahí las reglas del derecho, de que la cosa llama a su dueño; fructifica o perece para él; nadie pue­ de enriquecerse con lo ajeno; en la duda es mejor la condición del po­ seedor; y debe restituirse la misma cosa, su valor o su equivalencia133. Y de la naturalidad de la sucesión hereditaria como el fundamento más cardinal de la estamentación de la sociedad, nos da una buena idea que tratando de justificar el buen trato exigible en beneficio de los criados se le escape apuntar que «si han nacido en la pobreza, todos hemos nacido desnudos y a los padres se deben la mayor parte de las riquezas» 134. Lo mismo que de su visión, ab initio y familiarmente jerarquizada de aquélla, es pintiparadamente reveladora su repulsa al tuteo de los padres por los hijos 135: Es reprensible en un hijo bien nacido y bien educado tratar de tú a sus padres. Este abuso, hoy de moda en España, revela poco respeto en los hijos y menos autoridad en los padres que lo consienten, porque debe distinguirse siempre la superioridad de la inferioridad con algún título respetuoso que la señale. El uso recíproco del tú, comúnmente indica igualdad de persona y si bien (dicen) expresa más cariño, éste no debe extenderse hasta el extremo de amenguar el respeto y la autoridad de los padres 136. 133. P. 225. 134. P. 189. A la p. 3 escribe: «Si la dignidad de rey, ministro, magistrado, conde, marqués, etc., se mira entre los hombres con tanta distinción y respeto, siendo así que no son más que meros administradores de sus riquezas, hono­ res y dignidades durante la vida, pasando después a sus hijos, y no todas, y éstos se glorían y enorgullecen tanto de ser hijos de un rey, de un marqués, etc. [...]» ; a propósito ello de la mucha mayor excelencia del nombre cristiano. 135. P. 176. 136. Unamuno pone en boca del protagonista de Paz en la guerra, Pedro Antonio Iturriondo, carlista bilbaíno: «...y a queno aprendiese a tutearlos, costumbre nefanda, hija de la Revolución, según el tío, que se encargó de in­ culcar en el sobrinillo el santo temor de Dios». Don Eulogio, tratando del amor al prójimo, asevera «deben en él ocupar el primer lugar los padres, después los cónyuges, los hijos» (172). Entre las obligaciones de los padres para con los

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