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50 ANTONIO LINAGE CONDE ilusorio principio de innovarlo todo y renegar de todo lo pasado. [...] Nada para él es bueno, si no es nuevo» 125. Y descubriendo su profunda mentalidad —más que superficial ideología— conservadora, y sus nos­ talgias del antiguo régimen estamental, predica haberse empeñado ese mismo hombre de sus días en «no ver que el gran mal que aqueja a la sociedad es la falta de subordinación en sus individuos, de respeto a la propiedad», de manera que así «el progreso no es más que el expléndido ( si c) ropaje con que se cubre una ciudadanía cínica o el mármol pulido que cubre un fétido sepulcro, como ha dicho oportuna­ mente un escritor contemporáneo» 126, habiéndose perdido ese principio supremo de la paz, estabilidad y convivencia sociales consistente en «la regulación de la vida en armonía con la clase y condición social que cada uno ocupa», mientras que en cambio «se desobedece a los poderes constituidos, cuando se ignora el origen divino de toda autoridad; se proclama la igualdad de intereses y comunidad de bienes, cuando se desconocen los fundamentos de la extricta (sic) justicia» 127. Y ante tal panorama, él por su parte, y ofreciéndonos de paso una muestra de lo que sólo de vez en cuando, hay que reconocerlo, pasa a convertirse en su estilo, convencido de ser a la vez el sacerdocio y el magisterio «el globo aerostático que eleva al alma a acometer las grandes empresas, [...] la chispa eléctrica que le comunica la luz de la fe, la fuerza de la esperanza y el calor de la caridad», nos confía que su propósito ha sido enseñarnos las verdades y normas cristianas «como en un precioso pimpollo» 128. Pero de esa postura de nuestro canónigo ante el mundo que le cupo en suerte vivir es preciso aclarar algo más. Pues que en él hubiera una nostalgia escatológica propia de su condición levítica es enteramente normal y le hubiera acompañado en cualquier otra época. Y en cuanto a ese disconformismo específico en medio de una crisis religiosa que aquella civilización científicamente revolucionada llevaba en su entraña, nos parece una exigencia a situar en las mentalidades profundas. En cambio, respecto del orden social concreto en que se desenvolvieron su vida y ministerios, si bien se le puede detectar, como ya hemos 125. P. ix. 126. P. viii. Se trata de Joseph-Marie Degérand. 127. P. xv. 128. Pp. xii y xxiii. En todo caso no cabe duda de que nuestro canónigo se mantiene fiel a lo largo de su exposición didáctica a sus propósitos tan jus­ tificativamente enunciados de claridad pedagógica.

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