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UN CANONIGO SEPULVEDANO DE LEON 49 Así, comienza aludiendo 122 a los descubrimientos científicos de un siglo descreído y orgulloso que se llama de las luces, si bien reconozca darse en él, en cuanto al ámbito material y externo, condiciones muy favorables para la paz y la felicidad, «después que el desarrollo de las ciencias físico-naturales y sus inmensas aplicaciones han cambiado la faz del mundo, condicionando a las sociedades para una vida mejor», y por ese camino llega a entonar un canto a los caminos de hierro; los buques de vapor a los que llama «palacios portátiles» ; el telégrafo y el teléfono que habían venido a «convertir al mundo en una sociedad doméstica»; las máquinas tout court y las obras hidráulicas y arqui­ tectónicas. Pero «el hombre, sin duda, ha comenzado a dominar a la materia, y sin embargo hay que confesar que no aprende a domi­ narse a sí mismo» 123 de tal manera que se vive «en una incesante alarma, en un continuo malestar» 124. Le acusa también de «partir del 122. P. vii del prólogo. Y más adelante justifica la mitigación de la antigua disciplina del ayuno, «en atención a la decadencia del fervor espiritual y a la debilidad general del cuerpo a 'que proporcionalmente ha venido a parar la na­ turaleza humana» (252). 123. P. viii. Como un síntoma nota su «aversión a la lectura de esas fe­ nomenales producciones del genio cristiano, y el inconmensurable desvelo por la de novelas y fábulas inmorales, comedias y dramas deshonestos» (p. x). En Sepúlveda hemos recogido la noticia de que un sobrino del autor, don Lázaro Revilla, sacerdote de los pocos que, en los primeros años de sus estudios, se beneficiaron en la villa misma del legado de aquél en pro de la formación de los futuros levitas, gustaba de decir que «las novelas no verlas»! Recordemos que por entonces se escribían en España las obras maestras del género después del Quijote, tales como La regenta y Fortunata y Jacinta. El caso no muy pos­ terior del sacerdote novelista José María Muñoz y Pabón y la comprensión ha­ cia el mismo de su obispo el santo cardenal Marcelo Spínola merece atención, también desde ese solo punto de vista. Como una de las pbligaciones de los padres, les sermonea don Eulogio más adelante: «Pongan libros piadosos e ins­ tructivos en manos de sus hijos, y quítenles, no sólo los de inmorales doctrinas, sino aun las novelas, que sin serlo del todo, describen con tanta claridad los hechos, pintan con tanta viveza los amoríos y ponen escenas tan aventuradas a las que se aficionan con tanto afán, que por lo menos contribuyen a distraer­ los del estudio o de las ocupaciones propias de su estado, cuando no a perver­ tir su candoroso corazón» (184). 124. P. xiv. Sintomática de su ambivalencia en la estimación de los pro­ gresos científicos es esta esperanza expresada a propósito de su incomodidad ante los fenómenos espiritistas: «¡Pues así como las supersticiones de los siglos pasados cayeron en el mayor descrédito, merced a la influencia de los adelantos físico-naturales y psicológicos, no cabe duda de que si algún efecto extraordi­ nario y sorprendente hubiere en el uso y aplicación del espiritismo y magne­ tismo, debido a la secreta influencia de alguna causa desconocida, el tiempo y la ciencia se encargarán de aclararla, y descorriendo el velo del misterio pondrá (sic) de manifiesto lo abstfrdo de tan ridicula y supersticiosa creencia».

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