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A VUE LTA S CON LA ESCATO LOG IA CR ISTIAN A 337 El origen de la doctrina del infierno es la revelación de Dios en la S. Escritura. Las imágenes empleadas apuntan a un contenido: el estado de perdición en que se sitúa el hombre que abuse de su libertad perti­ nazmente hasta el fin. Los SS. Padres y teólogos hablan frecuentemente del tema, que forma parte inalterada del depósito de la fe. Aunque el Magisterio tarda en dar documentos oficiales, la existencia y eternidad del infierno constituyen un dogma del cristianismo. Su relectura actual dentro del mensaje de salvación tiene que con­ ducir a la aceptación de un Dios que toma en serio la libertad del hombre. Es como marco de una autonomía secular desde la que el hom­ bre ha de responder libremente a la invitación de Dios. Si el hombre se cierra en sí mismo, Dios lo deja en sí mismo. Sin pretender excluir el misterio de la gracia, hay que considerar la salvación y la condenación como el resultado de un diálogo entre lo humano y lo divino en que el riesgo de la responsabilidad humana no puede desvanecerse en una con­ cesión paternalista final del «aquí no ha pasado nada». Las clásicas cuestiones acerca de la esencia del infierno hay que resolverlas en la afirmación de una situación desgraciada hasta lo inde­ cible y de la que el hombre tendrá una conciencia desesperadamente dolorosa. «Fuego abrasador», análogo al tormento sensible del fuego, puede ser la mejor denominación de una realidad inexpresable adecuada­ mente. Las teorías de una reconciliación final (apocatástasis) o de la aniquilación de los impíos han chocado siempre con la firmeza del dogma cristiano sobre la eternidad del infierno. La condenación eterna es, pues, una posibilidad real, un misterio que es aun más terrible para aquél que no lo tema. Si es cierto que la salvación no está en nuestras fuerzas sino en el poder de Dios —a quien hay que dejar hacer y con quien hemos de colaborar con humil­ dad agradecida—, es también evidente que no podemos imponer a Dios nuestros criterios de conducta humana. El Dios infinitamente amable es también un Dios temible. La misión de la teología «sigue siendo mantener el dogma del in­ fierno en todo el rigor de sus exigencias reales, para cumplir así el propósito de la revelación, que es conducir al hombre a dominar su vida teniendo en cuenta la posibilidad real de una condenación eterna e imponer una seriedad radical a la existencia» (J. Ratzinger). 8

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