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«D IO S PRESENTE EN SAN F R A N C IS C O »: 321 importante. Dos acusaciones dirige el crítico a Lavelle: de inclinarse al naturalismo místico y de dar una visión parcial de la espiritualidad de san Francisco. El naturalismo místico lo entrevé en la impregnación de platonismo que rezuma la exposición de Lavelle y en no haber defi nido claramente la diferencia entre el orden natural y el sobrenatural. Reconocemos que esta objeción tiene fundamento en el texto de La velle. Pero vista desde una proyección histórica pierde valor. Todo lector debe partir, no de sus postulados mentales sino de los del escri tor. En nuestro caso, a Lavelle filósofo no se le puede pedir las netas distinciones de un teólogo. Lo malo fuera que las negara. Pero desde el momento que acepta la teología de lo sobrenatural, no tenemos por qué objetar el que estudie el fenómeno místico desde la vertiente filo sófica. En esta ocasión debe suplir el lector con su teología, la defi ciencia ineludible del filósofo. Sobre todo si se tiene en cuenta que, aunque mente pocas veces a la gracia, es siempre respetuoso con la acción de la misma. La segunda acusación lamenta que Lavelle haya visto la espirituali dad franciscana exclusivamente desde la contemplación de la naturale za, como voz de Dios. Bello camino pero deficiente. Porque en la mís tica de san Francisco, se alega, tiene mayor importancia el amor a Cristo Crucificado. Esta acusación nos parece menos consistente que la primera. Una mirada al abanico de interpretaciones de los doctos sobre la esencia de la espiritualidad franciscana nos advierte que la uni- lateralidad lavelliana no es única. No es dable, por otra parte, resumir esta rica espiritualidad en una sola vivencia. Por lo mismo, no hay derecho a pedir a un filósofo la plenitud que no se ha logrado por otros saberes. Basta que nos haya dado un aspecto objetivo y que haya pene trado en el alma del santo para proponer perspectivas enriquecedoras. Porque esto lo ha logrado, conceptuamos su estudio muy meritorio. Hasta una crítica exigente puede quedar satisfecha. Por todo ello, nos parece demasiado dura la conclusión del crítico mentado al decirnos que «pese a su fama y a la gran autoridad de que goza, no se puede recomendar su estudio; hay que pedir a los lectores prudencia y moderación». Nos parece que para leerle con aprovecha miento basta alguna dosis de buen sentido y una buena voluntad de acercamiento y comprensión. Por nuestra parte lo hemos leído reite radamente con emoción contenida y en comunidad de espíritu. Enrique R i v e r a 7
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