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2 4 0 ALEJANDRO DE V ILLALM ON TE sentido de la fe de la Iglesia entera (fieles-Magisterio). Criterio que parece referirse sobre todo al principio formal antes mencionado. Es decir, que la nueva interpretación respete la autoridad doctrinal de la Iglesia. No tanto en su aspecto o nivel meramente jurídico, impositivo- imperativo, sino fijándose en la valiosidad hondamenta religiosa y sal- vífica del mismo. Ya que el teólogo debe ejercer su tarea en comunión vital con los demás creyentes, para «edificar» la Iglesia. Aquí convendría recordar que no se debe aducir la autoridad del Magisterio leyendo sus expresiones a flor de texto y resbalando^ pere zosamente sobre ellas. El Magisterio no es una realidad abstracta, for mal, una entelequia exangüe en su espléndido aislamiento. El Magisterio tiene valor religioso e incluso salvífico por razón de las verdades salva doras que nos propone. Para eso le asiste el Espíritu: para que intro duzca a los creyentes en toda verdad vivificante y santificadora. Pues bien, aquella verdad salvadora que el Magisterio quería imponer a los creyentes en el texto del Tridentino ya la hemos aceptado nosotros en su trilateral plenitud: impotencia soteriológica del hombre-necesidad de la gracia-redención universal de Cristo. Por razón de la «circuns tancia vital» en que el Magisterio tuvo que proponer este Kerigma de Salvación, hubo de recurrir a la tesis del p. or., incluso a su imposición bajo precepto grave. Pero ya sabemos al respecto dos cosas, sobre todo: a) que la «circunstancia vital» desde Tr. a nosotros ha cambiado sustantivamente; b) que palabras clave del «precepto doctrinal» im puesto por el Tridentino como «anatema-herejía», «fe-dogma» tienen en él un significado notablemente distinto del que han llegado a tener por evolución posterior del lenguaje. C. No perdemos el legado del concilio de Trento. — Otra forma de manifestar la exigencia que todo teólogo tiene de mantenerse fiel al «sensus fidei», se encierra en la fórmula «conservar intacto el legado doctrinal de Trento» en un momento tan importante. Desde una interpretación conservadora, tradicional, del Tridentino, no puede menos de resultar extraño este hecho, incluso a nivel sim plemente histórico: la doctrina tridentina del «pecado original» viene manteniéndose en la Iglesia durante más de 15 siglos. Fue tenazmente defendida contra los pelagianos (siglo v), contra el humanismo y el extremismo protestante (siglo xvi), contra la Ilustración, contra el humanismo radical más reciente. ¿No habrá en esa doctrina del «pe cado original» un algo sustantivo, que sea necesario mantener peren
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