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180 ALEJANDRO DE VILLALMONTE Alguien podría mostrarse reacio a admitir la homogeneidad de situación y la analogía de procedimientos al tratar el texto bíblico y el de Tr. referentes al p. or. La Escritura, se dirá, expresa la verdad divina en un lenguaje popular, sin intentos de precisión conceptual, en ejemplos y parábolas. Por lo común su estilo es meramente narra­ tivo de hechos, descriptivo de situaciones, sin entrar a explicar las motivaciones causales de los mismos. Se expresa en una mentalidad alejada de nuestra lógica racional; se mueve en una «circunstancia vi­ tal» muy distante én el tiempo y espacio. Por todo ello son inevita­ bles las oscuridades y controversias cuando se trate de traducir aquel contenido al lenguaje de otro tiempo, en otro horizonte cognoscitivo, en expresiones verbales y conceptuales más refinadas, que se han hecho necesarias. No basta leer lo que «dice» la Escritura, ¡hay que interpre­ tarla! , ha sido la consigna de la ortodoxia frente a la heterodoxia. No cuenta tanto lo que dice la Biblia como aquello que «enseña». Si la Biblia es fuente de vida para la Iglesia, la hermenéutica bíblica está bien justificada, como necesidad religiosa de la Iglesia. Con relación a los textos del Magisterio se obraba como si la relectura crítica, la «interpretación» de los mismos fuera innecesaria y hasta destructora de la fe. Efectivamente (por referirnos al tema del p. or.) el problema de cómo entender los enunciados neotestamentarios sobre la necesidad de la gracia de Cristo y la correlativa impotencia soteriológica del hombre, según se piensa, habrían sido discutidos en profundidad por la Iglesia en la controversia antipelagiana. Allí se afinaron las expresiones y se enunciaron las conclusiones doctrinales en la forma conocida. Tuvo lugar en Tr. un replanteamiento de este dogma básico, motivado ahora por las erróneas interpretaciones pro­ testantes al respecto. De nuevo Tr. elabora unas formas de expresión muy depuradas y llega a proponerlas en el texto del decreto «de pecca- to originali». Con ello la formulación católica del dogma de la reden­ ción y de la impotencia soteriológica humana habría logrado una per­ fección tal que no se ve legítimo el intento reciente de dar por supe­ rada aquella formulación y buscar otra distinta, hipotéticamente mejor. En el anterior razonamiento opera la convicción de que no sólo la verdad objetiva enseñada por Tr., sino que el mismo lenguaje goza de una supratemporalidad, una inmutabilidad y perennidad que no admite cambios en nada importante. Tendría las propiedades del metalenguaje propio de la vieja metafísica aristotélico-escolástica. Se confirmaría la objeción diciendo que la distancia espiritual y cronológica y aun más

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