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386 ROBERTO GARCIA-RAMIREZ nada y dura, y lo que auténticamente era la vida; problemática y vida en la relación patronos-obreros, explotadores y explotados. Por otra parte, la Iglesia jerárquica que los dejó ir, según se fueron encarnando en ese mundo que los recibió, trató de recordarles que pertenecían al mundo eclesial, del que tan lejos estaban ya, y devolverlos, desconectándolos de ese marco, a las estructuras clericales, ya en ellos mera anécdota pasada. Nadie niega la buenísima voluntad y el auténtico celo apostólico de aquellos sacerdotes; la realidad les haría comprender que pertenecían a dos mundos dispares, creándoseles una problemática ambivalente entre esos dos mundos distintos que era imposible casar: el clerical, desencarnado y aéreo, y el real que comenzaban a descubrir en el obrero y en el trabajador. Con demasiada simpleza se ha querido decir que fracasaron por su falta de oración y por abandono de la eucaristía diaria. Creemos que las causas fueron más profundas y más dramáticamente humanas, como la ambivalencia apun­ tada de esos dos mundos distintos: el que habían vivido hasta entonces y con el cual iban, y el que les esperaba en las minas y en los talleres. IV .— QUE CAM INO DEBERIA LLEVAR LA IGLESIA 1 . CÓM O DEBERÍA SER LA IG L E S IA DEL FUTURO Por creer que la que debe cambiar es esa Iglesia institución, creemos que la Iglesia auténtica debería nacer de abajo, de la base, ser pobre; no sólo no dar sensación de poder sino no tener poder terreno alguno. Ante una Iglesia cimentada en tantos poderes y privilegios como la que tenemos ahora juzgamos que el mayor privilegio debería ser no gozar de poder ni privilegio alguno, siendo la última en la sociedad. En esto esá su fuerte; lo otro es asegurarla, desconfiando del Esp íritu, en apoyaturas sociales, desconfiando a la vez de que el único que la tiene que sostener es el Señor. Comenzaríamos por quitar toda profesionalización: ser obispo, o sacer­ dote, no es ninguna profesión, sino un ministerio; y ser religioso no es tampoco ninguna profesión, sino un carisma. Nos ha matado la profesiona­ lización; nos vemos instalados, seguros en ella, y nos hace ser funcionarios con todo lo que de negativo arrastra consigo esta palabra. Una Iglesia pobre, mundana, nos debería obligar a v iv ir a todos los que tenemos alguna «profesionalización» dentro de ella, como uno cualquiera de la sociedad. La Comunidad Cristiana trataría de ver si habría que liberar al obispo o al sacerdote para mejor atender esa Comunidad Cristiana, pero mientras, tanto uno como otro, deberían v iv ir en el mundo como un ciu­ dadano más. Esto impone el desmántelamiento de todos los palacios, de todas las curias, para que el obispo sea un pastor viviendo en y con la Comunidad, y no un ente inaccesible e invisible tapado por papeles. Haría

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