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300 RAUL FORNET BETANCOURT ahora hemos de dejar este problema sólo en su planteamiento; volveremos a él más adelante, cuando investiguemos la concepción sartreana de la facti- cidad de la libertad. Intentemos ahora ver en qué medida las descripciones precedentes, que han girado fundamentalmente en torno a la explicitación de mi ser-para-otro, nos pueden ayudar en la tarea de precisar el sentido de ese afloramiento del otro en y por su mirada. Como resultado principal de todo lo que hemos dicho hasta aquí, pode­ mos retener lo siguiente: la mirada del otro confiere súbitamente a mi ser una nueva dimensión de existencia. Una dimensión que yo, en cuanto ser-para-sí, no podría alcanzar nunca por mis propios recursos o medios; una dimensión que me escapa y que no puedo conocer, pues no se me otorga como una dimensión que es para mí. Esta dimensión no es otra que la de la objetividad. Sobre esta base podemos entonces determinar primeramente al otro como aquel ser que me hace devenir objeto. «Así el otro es primeramente para mí el ser para el que yo soy objeto, es decir, el ser por el que obtengo mi objetualidad»77. En la mirada, pues, el otro aparece como aquél que me constituye a mí mismo como un ser-no-revelado. Pero, ¿quién es ese otro? Puesto que lo experimento en la vivencia de mi objetividad, ¿podré decir que es un simple elemento constituyente de esa objetividad mía? ¿Se reve­ lará el otro acaso como ligado a mi ser-objeto? ¿Será él el sentido de mi objetividad para mí? Una respuesta afirmativa a estas cuestiones significaría la destrucción total del otro concreto en cuanto aquél que me sale al encuentro como un existente extramundano; y recaeríamos así en el problema de la constitu­ ción del otro a partir de la subjetividad. ¿Tendremos, por tanto, que dar razón a aquellos que derivan la pre­ sencia del otro en mí a partir de mi ser? ¿Será deducible el otro a partir de mi ser como un principio regulador o una categoría que me permite uni­ ficar y organizar los conocimientos que pueda obtener sobre mí? Si así fuese, el otro no sería más que un simple momento de mi proyecto extático hacia mi mismidad. E l otro, en una palabra, no sería aquél que me sale al encuen­ tro, sino más bien aquél que es realizado por mi subjetividad. Con lo cual habríamos caído de nuevo en el solipsismo. Pero, la verdad es que en la mirada la presencia del otro en mí se me manifiesta de muy distinta manera. Cuando me vivo mirado, experimento al otro como «aquél que me entrega a mí mismo como no-revelado, pero sin revelarse él mismo, aquél que está presente a mí en tanto que me divisa y no en cuanto divisado» 78. 77. EN, 329. 78. EN , 328.

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