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182 ALEJANDRO ROLDAN VILLER propia. Efectivamente, si es verdad que Cristo vino a reconciliar la huma­ nidad pecadora con el Padre, dando en la Cruz hasta la última gota de su sangre; no lo es menos que predicó, a la vez, una doctrina — la del amor de Dios a los hombres y la de los hombres a Dios en retorno— , que no ad­ mite derramamiento alguno de sangre para resolver los problemas que de continuo se suscitan entre los hombres, a quienes constituyó realmente por su gracia «hermanos» entre sí. Ahora bien, diríamos que el mensaje de S. Francisco tiene el valor incalculable de un recuerdo permanente de esta verdad fundamental del cristianismo. Más aun. quien eche una mirada super­ ficial sobre la Historia de la humanidad, podrá constatar que, si desde Caín el odio fraterno, en su amplio sentido, ha constituido la trama íntima de todas las guerras — que la Historia Universal se complace en describirnos casi exclusivamente, como si fuese lo único de rememorar— ; en los últimos tiempos se ha agravado al poner el enorme progreso técnico alcanzado al servicio de esos odios entre pueblos y razas, y que últimamente ha llegado al refinamiento más sutil (una moral que sigue en la práctica la norma de que el fin justifica los medios; el exterminio masivo de razas; campos de concentración en que se ha torturado física y psíquicamente a sus víctimas; crematorios en los que se han inmolado sistemáticamente miles — ¿millo­ nes?— de seres, por el solo delito de pertenecer a una raza odiada; secues­ tros de personas que nada tienen que ver con los problemas personales de los secuestradores; utilización injusta de rehenes y sufrimientos injustificados c inhumanos de personas inocentes para la consecución de propósitos sólo inte­ ligibles «subjetivamente», etc., etc.). Pues bien, en ese mundo de odios no sólo entre personas físicas, sino entre pueblos opresores y oprimidos, odios iniciados por un injusto colonia­ lismo político, y prolongados por un colonialismo económico igualmente fuera de todo derecho, que priva a los pueblos subdesarrollados de la u tili­ zación de sus propios recursos naturales, etc., tiene un especial relieve ese personaje medieval, que mereció el título de «seráfico» (por su ferviente amor a Dios y a los hombres, vivido en un ambiente extrahumano), y quien con ojos puros y limpios, y lleno del espíritu evangélico más auténtico, dio una lección práctica de amor universal, y vivió intensamente un espíritu de optimismo radical, que no supo ver más que el «bien» en todo lo creado. Para Francisco de Asís, todo lo que había salido de las manos de Dios era «bueno», y creyó firmemente — como se ha dicho— que el alfa y la omega de toda realidad era el amor, sintiéndose «hermano» no sólo de los hom­ bres, sino de todo lo salido de las manos del Creador, tanto del mundo ani­ mado como inanimado (hermano Sol, hermano lobo, hermana muerte, etc.). Este es el mensaje fundamental y permanente de Francisco 383 a la Iglesia 383. Se ha observado —como objeción— que en el seno de la familia francis­ cana es donde ha surgido el mayor número de escisiones —opuestas a la unidad, a que conduce el amor— ; pero sería injusto negar que éstas no fueron motivadas, en

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