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SAN FRANCISCO DE A S IS . 153 deseo del fraile enfermo, lesionaba notablemente los intereses de un sencillo porquero; muestra a la vez el gran aprecio que tenía de la simplicidad del frai­ le, diciendo a los presentes: «Hermanos míos ¡pluguiera Dios que de tales Juníperos [=enebros] tuviera yo un gran bosque!» (Ib .). e) Mansedumbre. Esta maravillosa virtud es también otra característica de S. Francisco, y que cae dentro del primer componente hagiotípico. No sólo no usó nunca la violencia, sino que no quiso que otros la usasen. Aun en el caso de haber oído una blasfemia contra su Dios — tan amado— , manda a los suyos que reaccionen con mansedumbre: «nosotros glorifiquemos [a Dios ] y hagamos bien, y loemos al Señor que es bendecido en los siglos de los siglos» 245. Muy distinta es esta reacción, de la propia de un tipo segundo dominante. Cabalgaba, por ejemplo, S. Ignacio de Loyola, camino de Mont­ serrat, sobre una muía — ya convertido a Dios, aunque todavía sin haber corregido los defectos de su temperamento somatotónico— , y coincidió en el camino con un moro, también caballero. En la conversación que trabaron, el moro habló en contra de la integridad virginal de María. Se separaron por ello, adelantándose el moro en el camino. Ignacio creyó que había faltado a su deber como caballero de Cristo que se sentía, y decidió resolver el pro­ blema de este modo. Al llegar a una bifurcación del camino, dejaría que su muía, con la rienda suelta, eligiese la senda; si tomaba la que había seguido el moro, decidió alcanzarlo y acuchillarlo, por la ofensa hecha a la Virgen; si, por el contrario, eligiese la muía la otra, lo dejaría estar. No quiso Dios que aquella reacción agresiva y poco cristiana se consumase, y su caballería tomó espontáneamente el otro camino. Tanto aborrecía Francisco la violencia, que en cierta ocasión reaccionó ásperamente contra el Cardenal Hugolino, quien — según la mentalidad de la época— creía que los Santos Lugares habían de rescatarlos los soldados — y con ellos los misioneros— por la fuerza de las armas, mientras que Francisco pretendía enviar desarmados a sus religiosos, confiando sólo en la divina Providencia. Con todo, Francisco no se pudo sustraer al ambiente de su época, y veía justificada la guerra contra los infieles, no sólo para que no impidiesen estos, con sus incursiones, la fe de los cristianos, sino aun para poder ganarlos a la fe 246. Pero la anécdota ejemplar y deliciosa que prueba la increíble mansedum­ bre del santo es la que ya citamos de los ladrones famosos en una región. Fueron estos despedidos con malos modos por un joven guardián, que les echó en cara que, al pedir de comer, no sólo robaban el trabajo de otros, sino que «querían devorar las limosnas dadas para los siervos de Dios» 247. A l saberlo S. Francisco, le mandó al guardián que saliese por los montes a buscarlos, les diese comida, se arrodillase ante ellos confesando humildemen­ 245. I Regla, c. 17 [BAC 14]. 246. Anasagasti, o . c ., 166. 247. Florecillas I, c. 25 [BAC 125-127],

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