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SAN FRANCISCO DE A S IS . 131 ras, quedando totalmente desnudo ante el Obispo y la concurrencia que allí había, y se las entrega a su padre 107, siguiendo él su camino. Y si este rasgo lo tuvo Francisco por temperamento, no lo perdió cuando se dio por completo a Dios. Por eso, estando en Siria, y queriendo convertir al sultán de Babilonia, no duda en proponerle una prueba del fuego con los sacerdotes de Mahoma y un a modo de juicio de Dios: «Ordena inmediata­ mente — le dice al sultán— que se encienda una grande hoguera, y tus sacer­ dotes conmigo nos arrojaremos al fuego por ver si de este modo comprendes la necesidad de abrazar la fe santa que te predico» 10S. Y , como el sultán le respondiese que no creía que ninguno de sus sacerdotes se atreviese a arro­ jarse al fuego para defender su fe, Francisco le replica: «Si en tu nombre y en el de tu pueblo me prometes abrazar la religión de Cristo, a condición de que salga yo ileso de la hoguera, dispuesto estoy a entrar yo solo en ella. Si el fuego me consumiese entre sus llamas, acháquese a mis pecados; pero si, como espero, la virtud divina me conservase ileso, reconoceréis a Cristo, virtud y sabiduría de Dios y único Salvador de todos los hombres» (Ib .). Francisco es — como dice un biógrafo del santo— un idealista intré­ pido «del tipo de los soñadores activos, de los realizadores de ideal» l09. Pero nadie piense que este su carácter carismàtico en el sentido dicho, proviniese de falta de conciencia del fin al que se dirigía. Francisco sabía muy bien adonde iba. En cierta ocasión, el obispo de Sabina, que apreciaba al santo y su desprecio de las cosas del mundo; pero que no veía clara la fina­ lidad de la Orden que Francisco pretendía fundar: «le hizo muchas pre­ guntas, y pretendió por último inducirle a que abrazase la vida monástica o eremítica. Mas S. Francisco rehusó, con toda la humildad de que era capaz, la nueva proposición, no por desprecio de aquella forma de vida, sino por estar firmemente persuadido de que su misión era más elevada» no. e) Constante. Es tan claro este rasgo en S. Francisco, que no hay por qué detenerse en demostrarlo. Basta recordar las ingentes dificultades que tuvo que superar a través de toda su vida. Las suspicacias que suscitó la nueva Orden en tiempos de tantos seudorreformadores — como los Valden- ses o «Pobres de Lyón», los Humillados de Lombardia, los Cátaros de casi toda Europa— , no podían menos de intranquilizar a los dirigentes de la Iglesia, por lo que el Papa recibió al principio con recelo al grupo de Fran­ 107. I C elano , n. 14-15 [BAC 262], 108. Buenaventura, c. 10, n. 8 [BAC 526]. O tro santo del tipo 2.° de Sheldon, tendrá también reacciones que hoy calificaríamos de atrevimiento injustificado o de im­ prudencia humana. Me refiero a S. Francisco Javier, quien —por ejemplo— dada la escasez de misioneros, enviaba «a los muchachos que sabían las oraciones, que fueran a las casas de los enfermos, y que juntasen todos los de casa y vecinos, y que dijesen todos el Credo muchas veces, diciéndole al enfermo que creyese y que sanaría; y después las otras oraciones»: Carta desde Cochín a sus compañeros de Roma [15-1-1552], en Z ub illa g a , Cartas y E scritos de S. Francisco Javier [BAC 115, 6]. 109. Lekeux, ¿Quién eres, Francisco?, Santiago de Chile 1974, 17. 110. I C elano , n. 33 [BAC 272],

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