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EL PECADO ORIGINAL. 61 condición o estatuto teológico de la «humanitas primordialis». Esta primor- dialidad, en cuanto tal, no podría pertenecer más que a uno. La protohistoria de la humanidad no es una simple parte de nuestra historia, homogénea con las demás partes, tiene su estructura propia. Por eso, el hombre originario pudo pecar por todos y sólo él pudo hacerlo. Y no otro individuo tardío, dentro de la serie. Como el mismo Rahner indica, sería rehabilitar la idea de Adán como homo ( = humanitas) universalis, tan del gusto de los Pa­ dres y de muchos escolásticos ‘l0. A través de los anteriores razonamientos se percibe que la verdad más importante en toda esta problemática, la que, sobre todo, se quiere asegu­ rar, es la unidad-solidaridad de todo el género humano en Adán; unidad que exigiría conexión biológica, física de todos con un padre común. Por lo demás, ya indicábamos que esta verdad no sólo es básica en la teología del pecado original, sino también para toda la historia de la salvación en su doble vertiente de gracia que viene de Cristo y de pecado del que Cristo nos libera. Ciñéndonos a nuestro tema, el razonamiento que se hacía contra el poli- genismo a base de esta verdad podía resumirse en esta forma: el desarrollo de la economía actual de salvación exige que todos los hombres formen ante Dios una sola y única familia, tanto en la vocación a la vida y salvación en Cristo, como en su situación de pecado y muerte, de la que son liberados por Cristo. Ahora bien, esta unidad humana, tal como la piensa, describe y pre­ supone la Escritura y la tradición doctrinal cristiana, no puede quedar se­ gura sino es admitiendo el monogenismo y rechazando el poligenismo antro­ pológico 41. En efecto, la unidad del género humano es, ante todo, unidad de voca­ ción de destino sobrenatural en Cristo. Por tanto, es unidad de índole moral, espiritual sobrenatural y «mística», si vale la expresión. Los hombres todos son uno porque tienen un solo Padre, un solo Mediador, una sola fe. Pero, aunque esa unidad sea básicamente espiritual, sobrenatural y trascendente, no puede menos de tener y de hecho tiene una expresión concreta, histórica y hasta «encarnada» y física: todos somos unos en Cristo, porque Cristo es hombre de nuestra raza, de nuestra carne; consustancial a nosotros, con- corpóreo y consanguíneo, según fórmulas de la tradición patrística. Por con­ siguiente, ya antes de llegar al caso de Adán y al tema de nuestra unidad en él, tenemos que nuestra unidad en Cristo, si bien espiritual-mística, exige también unidad física, participación en la misma «carne y sangre». De otra forma, es decir, si no viésemos que todos los hombres son de verdad de la misma raza de Cristo, no podríamos decirles que también a ellos les afecta el mismo destino de Vida eterna que tiene Cristo y los que son de Cristo. 40. K. R a h n e r , Consideraciones teológicas, 306-12. 41. Id., o. c., 300-306. Ver 293-313.

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