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6 ALEJANDRO DE VILLALM ON TE A comienzos del siglo XVI el optimismo humanista tendía a restar im­ portancia al hecho de la innata corrupción y debilidad moral del hombre, tan subrayada por la doctrina del pecado original. Los protestantes, por otra parte, extremaban la enseñanza paulina y agustiniana sobre aquella innata pecaminosidad, sin duda por reacción ante el humanismo «pelagiano» de los teólogos renacentistas. En esta tensión entre «pelagianos» y «luteranos» apa­ recen las definiciones del concilio de Trento, que han marcado los cauces de la creencia católica hasta nuestros días. Tanto en la edad media como, sobre todo, en la época postridentina, han sido abundantes las discusiones teológicas y las interpretaciones sobre este o el otro aspecto del dogma del pecado original. Pero, en medio del sucederse y entrecruzarse de explicacio­ nes, la sustancia de la fe se conservaba incorrupta. Los filósofos de la Ilustración, con su visión de la naturaleza humana radical y congénitamente buena, dieron un paso hacia la interpretación secu­ larizada, simbólica y moralizante de la enseñanza cristiana sobre la caída originaria del hombre y sobre el pecado original. Es significativo al respecto el filósofo Kant. La teología liberal protestante a partir de Scbleiermacher siguió esta dirección; lo mismo que la exégesis crítica que por entonces comenzó a desarrollarse. En el campo católico la influencia de estas ideas a penas adquiere relieve hasta comienzos del siglo xx, cuando los modernis­ tas propugnan también una interpretación simbólica o mítica de la narración de Gén 3, y dudan, en serio, de la validez de los fundamentos bíblicos en que venía apoyándose la enseñanza tradicional. La crisis modernista parecía superada por la intervención de la autoridad papal, a comienzos del siglo. Sin embargo, no se logró una superación posi­ tiva y constructiva de la misma, según se reconoce comúnmente. Aquel mo­ vimiento ideológico fue soterrado con excesiva rapidez y dureza, sin darles oportunidad a los teólogos ortodoxos para extraer lo que de legítimo y aten­ dible pudiera encontrarse en él. La teología surgida tras los estremecimientos espirituales de la segunda guerra mundial, la llamada — en forma vaga e inexpresiva— «Teología Nueva», fue reconocida — con alegría o con preocu­ pación— como un replanteamiento de aquellas mismas preguntas que habían sido presentadas por el modernismo católico y que habían quedado inaten- didas, sin respuesta satisfactoria. En este ambiente surge la encíclica «Hu- mani Generis». En ella el tema del pecado original no es importante; pero fue aludido en una forma explícita, ya que también él se veía afectado por las nuevas corrientes ideológicas. Por este motivo la encíclica «Humani Generis» nos ha parecido un buen punto de partida para iniciar la historia del dogma del pecado original en ¡os últimos veinticinco años de su existencia. Las dificultades denunciadas por la encíclica no han hecho más que crecer desde entonces, año por año,

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